EL ÁNGEL EXTERMINADOR
Arturo J. Flores
Hace unos siete años, viajé a Costa Rica para cubrir un campeonato de póker en un resort. Decir que era “de lujo” me obligaría a pronunciar un pleonasmo, porque hasta donde sé no se han inventado “los resorts de bajo presupuesto”. Aquel era especialmente enorme. Una pequeña ciudad dentro de la playa El Conchal, en la provincia tica de Guanacaste, en la que tienes que desplazarte en carritos de golf para llegar de una habitación (del tamaño de una residencia dúplex mexicana) a otra.
Transcurrido tanto tiempo hoy puedo confesar, con todo el cinismo que implica, que al segundo día perdí el interés total en el juego de naipes. Intenté participar en una partida entre periodistas y me eliminaron en la primera ronda. Por lo demás no había mucho que cubrir. Mi editor me había ordenado, literalmente: “Envíame una nota general con el resultado del campeonato y mejor dedícate a descansar, que buena falta te hace”. Lo sé: jefes como esos no se dan en maceta.
Sin embargo, inquieto como es uno me dediqué a explorar aquella reserva en la que los millonarios, en su mayoría extranjeros septuagenarios que saboreaban las mieles de su tiempo libre, podían tumbarse durante el día para que el sol les calentara los huesos y los pusiera la espalda roja como un camarón. Yo quería encontrar una historia. Y a veces la suerte está de lado de los reporteros gonzo.
Así llegué a una palapa donde tendría lugar un “taller de coctelería”. No hacía falta inscribirse para beber gratis, porque todo en el paraíso sintético estaba all inclusive. Pero resolví atender a la clase porque uno nunca sabe cuándo le puede salvar la vida preparar correctamente un París de Noche.
Siempre tendremos Seattle
Junto a mí se sentó un gringo altísimo. Entrado en años. Luego de que aprendimos cada uno a servir un Bahama Mama, elíxir típico de Costa Rica que se consigue mezclando ron, café de licor, jugo de piña, licor de coco, fresas y limón, además de mucho hielo, comenzamos a romper el ídem. Le conté que iba a cubrir un campeonato de póker que a esas alturas me importaba un comino y él me dijo que había sido médico. Ahora invertía sus ahorros de toda la vida en viajar por el mundo. También me preguntó si yo era originario de “Mexico City”.
—Sí, ¿y usted?
—De Seattle.
Sonreí. Le comenté que de esa ciudad provenía mi banda de rock favorita.
—¿En serio? No sé nada de rock, pero dime, ¿cómo se llama?
—Se llamaba —respondí.
Cuando pronuncié el nombre de Nirvana, los ojos claros del gringo se abrieron como platos. Parecía sorprendido.
—No me lo vas a creer, pero yo era vecino de Kurt.
El gringo me platicó, mientras bebíamos otro Bahama Mama, que habitaba a unas casas de donde residía el cantante y guitarrista del grupo que inventó el grunge. Que cada tercer día lo saludaba cuando Cobain salía a tirar a basura, que era un “joven muy amable, aunque retraído. Se notaba que sufría mucho”. También me platicó que en Seattle se abrió un museo en su honor que el viejo jamás había visitado pero sabía estaba lleno de objetos que alguna vez adornaron la mansión del rockero.
Reconozco que me puse insoportable: lo interrogué en la mejor tradición del detective de una novela de Rafael Bernal. Que si escuchó alguna vez a Kurt tocar la guitarra, si el señor había estado en su casa aquella mañana en la que encontraron el cuerpo sin vida del músico y si también le tocó encontrarse con Courtney Love cuando, no sé, salía a cortarse el cabello. Obvio la ex vocalista de Hole jamás se ha parado en una estética. El gringo me respondía con displicencia pero visible incomodidad. Me atrevo a pensar que nunca antes se sintió tan incómodo por haber vivido frente a una estrella de rock hasta que conoció a su fan número uno.
Temeroso de que un periodista mexicano lo siguiera bombardeando con preguntas, el gringo se bebió de un trago lo que quedaba de su vaso y se puso de pie. Me dijo que iría a buscar a su esposa. Me dio la mano. No resistí la tentación de pedirle que nos tomáramos una fotografía. Desconcertado, pero muy amable, accedió. En ella, el gringo viejo —diría Carlos Fuentes— trae una botella con agua. Mientras le pasaba mi cámara al barman que nos había dado el taller, recordé un viejo capítulo de la caricatura Los pequeños Picapiedra, en la que Pedro estrechaba la mano de una estrella de rock y después se dedicaba a cobrar a sus compañeros de escuela por “chocar la mano que chocó la mano” de la celebridad.
Así mi encuentro con el vecino de Kurt Cobain se volvió una de mis historias favoritas de periodista. La he contado en innumerables reuniones. Subí a Facebook mi fotografía con el gringo. Ha sumado hasta el momento más de 50 likes y 23 comentarios.
He vuelto a pensar en aquel episodio costarricense porque ayer por la tarde fui a un centro comercial. En un local de Pull&Bear, entiendo que una de las tiendas de moda entre los millennials y la llamada Generación Z, se vende como pan caliente una camiseta —en casi 400 pesos— con la leyenda de Nirvana en letras amarillas. Además de la carita sonriente que, se cuenta, Kurt diseñó para burlarse de la que popularizó Wal-Mart, dándole el aspecto de una smiley face hasta el copete de drogas.
Incluso vi a una muchacha que la traía puesta en modo ombliguera. Guapísima ella. Con el abdomen plano y la fragancia inconfundible de la juventud desprendiéndose de su cabello. Cuando pasó a mi costado, enchufada a los audífonos de su celular, alcancé a escuchar que traía a puesta a todo volumen una canción de Maluma. Es muy probable que ignorara que Nirvana fue una banda de rock, protagonista, coinciden algunos, de la última revolución musical mundial, y asumiera que se trate de una marca de ropa.
Ayer, Cobain habría cumplido medio siglo de edad. Nació en 1967. 50 años si no se hubiera volado la mandíbula con una escopeta Remington y su cuerpo no hubiera sido encontrado el 8 de abril de 1994 por un electricista, en el número 171 de Lake Washington Boulevard East. Una dirección en la que, por cierto, ya no se puede husmear en Google Earth porque al parecer hace tiempo alguien pidió que la bajaran de la Street View. Lo sé porque lo he intentado.
Todos los meses de febrero y abril pienso en Kurt. Si lo que escribió en su carta suicida —si en realidad la redactó él, ciego de heroína y sumido en una gran depresión—, es verdad, entonces estará complacido de haberse matado antes que contemplar que su legado musical se redujo a una camiseta que alguien puede ponerse para bailar el pasito perrón a ritmo de reggaetón.
Tampoco creo que se sienta orgulloso de un periodista que cuenta entre los momentos más emocionantes de su vida haberse tomado un trago con el vecino que lo vio muchas veces sacar la basura.
Como sea, felices 50 Kurt.