A través de la zarza ardiendo

Memoria

Arreola se mudó a México donde ingresó al Fondo deCultura Económica, para trabajar

El alumno de Fernando Wagner en una función de teatro. (Foto. Archivo Ricardo Salazar. A. H. UNAM)
Felipe Garrido
Ciudad de México /

La mañana era tan luminosa que dolía —y eso no era lo más doloroso—. Había llovido; la habitación, en la planta alta, olía a nardos y a humedad. Pocos libros en un mueble curiosamente pequeño; bugambilias y jacarandas esfumadas por una cortina de gasa. Claudia en la puerta y, a los lados de la cama —alta, desnuda, de hospital—, Elsa Cross, José Luis Martínez y yo. Entre almohadas, una carita rubicunda de niño bien peinado, bien comido, bien portado, extrañamente desdentado.

—Es José Luis, papá; es Elsa, es Felipe —decía su hija.

Juan José no podía hablar. Llevaba meses enfermo. Fue la segunda, y la última, vez que lo vi durante esa paradójica condena que lo privó de la palabra —que era su vida— tres años antes de morir. Esa mañana mi admirado y querido y tantas veces leído y escuchado Juan José no podía reconocer a nadie —aunque Elsa creyó que había intentado llamarla—. En todo caso, no a José Luis ni a mí. Que Arreola no supiera quién era yo estaba bien. Que no se diera cuenta de que allí estaba José Luis Martínez me dolía: se conocieron cuando tenían cuatro años, en Zapotlán el Grande, y ahora se encontraban allí, en Zapopan, toda la vida después: Arreola tal vez sin conciencia de lo que pasaba, Martínez tan consternado que no tocó a su amigo. Yo tomé la mano izquierda de Juan José mientras él volvía la cabeza a uno y otro lado y no dejaba quieta la mirada y temblaba. Es posible que José Luis no quisiera sentir el frío de sus huesos, pues aprovechó el momento para decir que nos esperaba abajo —y Elsa tuvo la elegancia de acompañarlo.

Claudia arropó a su padre como a una criatura, dejándole los brazos de fuera, y siguió hablando: “En la mañana le estuve leyendo”, me dijo. “Anda, papá, dile a Felipe algo de Carlos”.

Algo se le acomodó a Juan José por dentro. Su boca sin dientes comenzó a farfullar —si yo no hubiera conocido el poema no habría sabido qué decía—: “Hermano Sol, cuando te plazca, vamos/ a colocar la tarde donde quieras”, sin parar, barboteando las palabras, “y las hormigas, de tu luz raseras,/ moverán prodigiosos miligramos”, que nos traían a la memoria su cuento, hasta llegar al verso final: “Con las manos/ encendimos la estrella y como hermanos/ caminamos detrás de un hondo muro”.

Lo recuerdo ahora que vamos acercándonos a un nuevo 3 de diciembre, el día en que, en 2001, Juan José terminó de morir. Lo recuerdo aquel día, con los ojos terriblemente abiertos, diciendo con las puras encías, palabra por palabra, la oración de Pellicer al hermano Sol. Las voces se empalman: Arreola repite versos que llevó puestos toda la vida; sin perder el perfil maya, Pellicer ora desde su cristianismo radical; de pronto yo tomo conciencia de que estoy repitiendo esas mismas palabras. Claudia suma su voz a las nuestras. Es una ceremonia. Nuestro coro le devuelve a esos versos su aliento milenario.



Conoce la perspectiva de Armando Alanís sobre el escritor tapatío en Lo que me dijo Arreola


Arreola nació en Zapotlán el Grande el 21 de septiembre de 1918. Cursó la primaria, hasta cuarto, con maestros —los Aceves, padre e hijo— que siguieron tres caminos para contagiarle el amor por la literatura: ponerlo a leer, a redactar composiciones y a memorizar versos.

Dice Fernando del Paso que en Memoria y olvido Arreola le hizo poner que antes de entrar en la escuela, cuando tenía tres años, un día acompañó a uno de sus hermanos, y memorizó allí “El Cristo de Temaca”, de Alfredo R. Placencia. Lo aprendió sin entenderlo, como se aprende una canción que nos gusta y no está en español, escuchando a unos muchachos que estaban repitiéndolo en algún salón. Ya no fue el mismo. Se sintió deslumbrado por aquel lenguaje distinto al que oía en la calle. Al volver a su casa se subió a una silla y comenzó a recitarlo. Había nacido el actor, enfermo de amor por las palabras. El mismo al que, muchos años después, en Zapopan, acompañé cuando comenzaba a agonizar cobijado por las palabras de su amigo Pellicer. 

El niño que repetía los versos de Placencia era el viejo que imploraba la compañía del Sol para acomodar la tarde en una esquina del campo. Desde niño, ese viejo se había pasado la vida llenándose de palabras de otros y de palabras suyas.

A los once o doce años, Arreola empezó a representar obras de teatro y a recitar. Una de sus tías declamaba en público, y un día comenzó a delegar en su sobrino la tarea de ir a las veladas culturales, a las fiestas civiles y religiosas. Cuando tenía 15 años, pasó dos en Guadalajara, donde compró por primera vez un libro, Gog, de Giovanni Papini, una de sus influencias poderosas. En 1936, regresó a Zapotlán el Grande y por un tiempo trabajó como dependiente en tiendas de abarrotes y de ropa, papelerías, molinos de café, chocolaterías. Tras el mostrador comenzó a escribir, en papel de envoltura, versos, nombres extraños y sus primeros “gérmenes imaginativos”.

A fines de ese año vendió en 18 pesos una máquina de escribir que le había regalado su padre, y en 13 una escopeta que había adquirido por su cuenta. Compró un boleto a México, y en la capital comenzó a tratar a escritores como Usigli, y Villaurrutia, y a otros que eran de su edad, como José Luis Martínez y Alí Chumacero. Su primer maestro de teatro, el que le enseñó a decir versos y a leer en voz alta, fue Fernando Wagner. 

A principios de 1940, Arreola sufrió, uno tras otro, un descalabro económico y una frustración sentimental: volvió a Zapotlán. Trabajó como maestro de secundaria y se dedicó a leer. Escribió su primer cuento, “Sueño de Navidad”, que se publicó en El Vigía, la Navidad de ese año.

Tres más tarde, en Guadalajara, en el primer número de Eos —julio de 1943—, una revista editada por Arturo Rivas Sáinz y por Arreola, publicó su primera obra maestra: “Hizo el bien mientras vivió”. Además, en tres de los cuatro números de Eos, Arreola reseñó El gesticulador de Rodolfo Usigli, El luto humano, de José Revueltas, y publicó unas décimas. 

En 1944 Arreola viajó a París, con el patrocinio del actor Louis Jouvet, a quien había conocido en Guadalajara, para estudiar arte dramático. A su regreso fundó con Antonio Alatorre otra revista tapatía, Pan: siete números, de junio de 1945 a enero-febrero de 1946. En el primero, Arreola publicó dos “Fragmentos de una novela” que no terminó nunca; en el 3, “El converso”, y en el 6 un “Soneto” y la “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”.

Arreola se mudó a México donde ingresó, por mediación de Alatorre, al Fondo de Cultura Económica, para trabajar, y a El Colegio de México, para estudiar Filología. En esa ciudad volvió a las tareas editoriales: fundó y dirigió la colección Los Presentes, editó Libros y Cuadernos del Unicornio, la revista Mester y las ediciones del mismo nombre. Asimismo, emprendió el rescate de La Casa del Lago, en Chapultepec; con Héctor Mendoza dirigió Poesía en Voz Alta, un movimiento teatral; formó en su casa un taller literario por el que pasaron Vicente Leñero, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Tita Valencia, José Agustín, René Avilés Fabila, Alejandro Aura...

Un día Arreola dejó la escritura, pero no la palabra. Su presencia en numerosos foros y en la televisión, para hablar en vivo, es una nota peculiar de la cultura mexicana en los años finales del siglo XX —fragmentos tomados de sus charlas fueron convertidos en libros por escuchas atentos y devotos, como Jorge Arturo Ojeda, a quien debemos Y ahora, la mujer... y La palabra educación—, donde Arreola confiesa: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiendo”.

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