El abismo de la violencia contra las mujeres

El libro ‘El silencio de los cuerpos’ reúne dolorosas historias de crímenes de género, en el cual nueve escritoras mexicanas indagan los abusos padecidos por este sector 

‘El silencio de los cuerpos’
(Especial)
Cathy Fourez
Ciudad de México /

La antología El silencio de los cuerpos. Relatos sobre feminicidios (Ediciones B, México, 2015) se compone de nueve historias que no están aquí para deleitar y tranquilizar. No están aquí para que ustedes la pasen bien y sigan, al cerrar el libro, caminando, viendo y oyendo como antes. No están aquí para que ustedes extravíen a los personajes en el fondo de su biblioteca, como si fueran solo de tinta y papel. Están aquí para que ustedes se sientan mal hasta la náusea, para que entiendan que la crueldad narrada no es hipérbole ni ficción sino cuerpos incontables, dolores inconsolables, vergüenzas escandalosas; para que se pregunten cómo México es capaz de fabricar, quietamente, vidas violentadas hasta su demolición, en particular todas aquellas existencias que llevan, cargan, aguantan, sufren muchas “viejas”, “pinches madres”, “chamaquitas pendejas”, “putitas”, porque así las llaman unos, así las “aman”.

Con el aporte narrativo de nueve escritoras, oriundas de diferentes partes de la República, autoras de una obra ya confirmada para algunas, en construcción para otras, El silencio de los cuerpos se abisma en la violencia de género, verdadero problema de salud pública en el país. Los textos reunidos nos entregan no solo una especie de bitácora del naufragio del cuerpo de la mujer en el México de hoy, sino que establecen desde la intimidad de casos singulares un registro nómada y plural de los maltratos sicológicos, verbales y físicos vividos. Generalmente articulados como monólogos, testimonios, confidencias, las narraciones privilegian la voz en primera persona, la de mujeres que escriben sobre las mujeres y “se escriben a sí mismas” para que “sus cuerpos”, como lo preconizó Hélène Cixous en La risa de la Medusa (1974), “se hagan oír”, sobre todo cuando la escucha política es negligente e indiferente ante hábitos culturales que marginan, subordinan, atentan contra la mujer, y naturalizan el monopolio del hombre.

Como objeto literario, cada relato –dotado de una musicalidad personal que nos suena familiar e impulsa así todo el potencial creativo de las escritoras convocadas para la realización de este libro– expone, desarrolla y cierra su universo a partir de las exigencias estructurales de la microficción. En unas páginas se describen y auscultan escenas de vidas enmarcadas por atmósferas ordinarias y banales, ritmadas y moldeadas cotidianamente por la brutalidad; una brutalidad examinada y desnudada desde múltiples ángulos. Para eso, las narraciones siguen el recorrido de una protagonista o de una familia, a través de las que van cobrando forma las caras y las acciones polifacéticas de esa violencia de la que el cuerpo de la mujer es trágico receptáculo.

El silencio de los cuerpos inicia con un texto de Cristina Rivera Garza, ambientado en la soledad urbana y la decrepitud de la edad. Éste deja ver de manera subliminal cómo es que a las mujeres asesinadas salvajemente las sepultan en la nota roja; cómo resuenan sus cuerpos fragmentados en los de las mujeres vivas, cómo se callan las calles frente a unos tacones perseguidos y raptados, condenando a otros muchos a no caminar dónde quieran.

Luego, mediante el retrato de dos medias hermanas, cuya masculinización de parte de una es fuente de burla, rechazo y hostigamiento, Orfa Alarcón observa de qué manera el medio hogareño y el escolar reproducen y consolidan lo que debe ser y hacer una chica de unos 15 años. El tono confesional de esa voz adolescente denuncia también la opresión y el apocamiento, hasta el drama, que padece la “otra”, la que no corresponde a los cánones femeninos establecidos.

La narradora de Abril Posas revisita la biografía de su madre, luego de su inesperada e inexplicada desaparición. A partir de la cadencia de una pesquisa y de una inmersión en el álbum fotográfico de sus padres, la hija va descubriendo la estrategia –artística– que la figura materna se había inventado para escaparse de la agobiante disciplina doméstica y conyugal, y así gozar de su ser y hacer sin “ser la mujer de”.

Los cuentos de terror no salen de leyendas caseras, sino de las espeluznantes cosechas necrológicas que a diario alimentan las tierras de Nayarit y de Sinaloa; es lo que se sobrentiende del viaje turístico por estos rumbos de tres defeños, en el relato de Ivonne Reyes Chiquete. Más allá de mostrar que la libre circulación de las personas y el derecho a la vida no son una garantía en todo el territorio mexicano, las supuestas vacaciones de una pareja junto a una niña destacan sutilmente la omnipresencia, en dichos estados, de gestos machistas y de glosarios sexistas, primicias de una caza de la mujer.

Al rendir homenaje a la poeta y defensora de los derechos humanos Susana Chávez, asesinada en 2011, cuyo crimen relacionado con su activismo sigue impune, Tania Tagle despliega el diario íntimo y el cuaderno de apuntes de su protagonista heterosexual. Ésta, a la luz del nacimiento de su amor lésbico, relee el feminicidio en Ciudad Juárez, desde una urbe olvidadiza de sus muertas, más preocupada por la campaña de rehabilitación de su imagen que por la permanente vocería de las sirenas de las patrullas que el gobierno estatal, todavía, no ha logrado censurar.

La historia de Iris García Cuevas, jalonada por los preceptos del suspenso, la protagoniza una taxista en una de las ciudades más inseguras y corruptas del país: Acapulco. El oficio móvil que ella ocupa, ejercido tradicionalmente por hombres, quebranta el papel materno y sedentario que el imaginario colectivo le pega al cuerpo femenino. Además, refleja los riesgos de la profesión –cuya vulnerabilidad aumenta de modo exponencial si una es mujer–, la cual por ser un panóptico de los movimientos de la ciudad, se vuelve un socio o un blanco tanto de las redes criminales como de las autoridades.

Gabriela Damián Miravete, entre la ucronía y la prospección, radiografía los discursos discriminatorios que permiten que muchachas sean asesinadas en el Estado de México. Visibiliza, paralelamente, los focos de resistencia que tejen las mujeres ­–gracias a las lecciones de la vida y las adquiridas en sus estudios– como sujetos de la memoria, y no como objetos de la desmemoria, del feminicidio.

Raquel Castro, con el soporte de la novela de enigma, desmenuza el mundo sórdido y procaz que puede ser la casa, primer lugar de violencia. Si muestra que su principal presa es la mujer, también desmantela la relación binaria de dominación/sumisión entre el sexo masculino y el sexo femenino, al desenmascarar a todas aquellas que participan en el mantenimiento de dicha asimetría y al recalcar a todas aquellas que fracturan esta dicotomía por el bienestar… o el malestar de las mujeres, apuntando que la violencia no es el hecho del hombre, sino el del ser humano.

El libro concluye con el texto de Susana Iglesias, quien hilvana su intriga en el sector de la prostitución, de donde emergen relatos corales de pedofilia, sicarios, proxenetismo en el Centro Histórico de la Ciudad de México. La pasión asesina entre un criminal y una prostituta –cuyo cuerpo es percibido como disponible por todos y para todo y, visto como tal, desprovisto de dignidad y de derechos– sirve de plataforma para reflexionar sobre las fronteras porosas entre víctima y victimario cuando el único recurso para sobrevivir es la ley del talión.

Con el tacto del matiz y del contraste, estos nueve relatos, al contar las coacciones, restricciones y abusos que pueden acumular las mujeres por ser mujeres, hacen, por una parte, el inventario de los fracasos institucionales para concretamente modificar los comportamientos patriarcales y misóginos. Por otra parte, hacen estallar el credo de espacios localizados de desposesiones del cuerpo de la mujer, al dibujar una cartografía que se desplaza por todo México, pasando sin transición de los cuartos cerrados a los lugares públicos, indicadores elocuentes de la expansión de la desprotección de la mujer y de su aterradora gravedad. Semejante gravedad tiene réplica en el tiempo elegido por las escritoras, inscrito en lo inmediato y lo inacabado: primero, con el objetivo de insistir, otra vez, en una sociedad actual huérfana de una justicia práctica, asequible, parcial y eficiente, capaz de trabajar por la reparación de los daños y la reintegración de quien cometió el delito; segundo, a fin de defender la generalización de programas educativos sobre la equidad de género; tercero, para recordar que están hablando del presente, un deshumanizador presente que arde, que desintegra los valores de la vida, y aquí la de las mujeres.

Prologado por Sergio González Rodríguez, cuya obra ensayística y narrativa es un veredicto inapelable sobre los proteicos fenómenos de violencia que devastan México, El silencio de los cuerpos confirma que la literatura surge porque las realidades soportadas sufren carencias alarmantes; carencias que convierten este libro en una “literatura de urgencia”, equiparable al término “periodismo de urgencia”, acuñado por la investigadora Emanuela Borzacchiello.

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