Un día iba por la Avenida Hangares y al pasar a la altura del hangar de Aeroméxico, poco antes de llegar al de la Policía Federal, giré hacia la derecha en la primera calle que pude. Deseaba salir de la zona aeroportuaria lo más pronto posible.
Debía tomar Economía y luego, por seguridad, seguir por una vía transitada hacia al sur-poniente de la ciudad. Casi al entrar a esa colonia de cuya existencia no tenía ni idea di otra vuelta. Esta vez a la izquierda. Seguí recto por un rato, sin notar que en realidad no iba en la dirección deseada. Pues en pocos minutos pasé de nuevo frente al mismo estanquillo que había visto tras el segundo giro. De pronto, y sin saber cómo, me vi envuelto en un laberinto de calles, como en esas pesadillas en que el bosque de apenas unas hectáreas se vuelve interminable y se lo va tragando a uno en círculos concéntricos. Aquí no había bosque, pero sí bastantes árboles en las banquetas.
Tras un rato de maniobras me encontré absolutamente alejado de cualquier orientación espacial. Por fin, y luego de un recorrido en aparente zigzag, de un ir y venir en medio del caos, terminé descubriendo cierta lógica urbanística en el lugar y así, finalmente, llegué a una holgada plaza circular que después de unos segundos me iría descubriendo el misterio del barrio. Uno de tantos, también solo en apariencia, de la ciudad, con casas de uno o dos pisos y negocios de clase media. Para el que no lo conociera resultaba éste un sitio encerrado en sí mismo hasta la desesperación. Plantado en el centro de la glorieta pude observar al fin una suerte de ciudadela moderna. De barrio concéntrico y excéntrico con carácter de autosuficiencia. Me acerqué a un letrero cualquiera, que resultó ser el de la calle Universidad Nacional, y bajo este rubro pude leer Colonia Federal. El letrero, la verdad, no me dijo mucho. Pero sí la imagen única que tuve del lugar completo desde el corazón de la plaza. Estaba en el centro de una forma perfecta: la del panóptico. ¿El diseño urbanístico reproducía el arquitectónico de Lecumberri? En absoluto. En su apertura al cielo era la copia casi exacta de Palmanova, en Udine, Italia, la città stellata que recordaba yo por un frustrado paseo a Trieste que terminó en la Pizzeria Trattoria Ai Due Delfini de la Via Borgo Aquileia. Esta calle iniciaba en la carretera, apenas cruzar la antigua entrada de piedra, para llevar directo a la iglesia en estilo tardo renacentista situada al fondo de una plaza de forma hexagonal.
De no ser por la distinta categoría de cada una se podría haber pensado en los dos espacios como ciudades hermanas. Incluso por el tamaño. Pero la desproporción de los entornos que rodean a la Colonia Federal, diseñada en tiempos de Calles, y a Palmanova, fortaleza situada en medio del campo, hace absolutamente imposible el hermanamiento. Otro obstáculo a la equiparación entre el barrio mexicano y este ícono de la alta cultura italiana se desprende de algo tan sencillo como sus historias particulares. Más que diferentes, absolutamente opuestas.
Sin embargo, resulta natural el haber imaginado un parentesco más allá de la simple condición de modelo y copia. Pues la Ciudad de México, considerada muchas veces como demasiado afrancesada, lleva también, en un cuerpo mucho más complejo que los lugares comunes acostumbrados, claras huellas de un estilo italiano multi temporal. Y cómo iba a ser de otra forma, si esta urbe es y ha sido siempre un compendio de razas y tiempos; de políticas y estilos; de arquitecturas, ambientes, migraciones. En este sentido resulta más que curioso el hecho de que las capitales de México e Italia, entre muchas otras cosas, compartan el gusto por la exhibición desprejuiciada de los productos de varios momentos históricamente incorrectos, condenados casi siempre, como debería de ser, por su siniestro pasado. Aunque solo de dientes para afuera. Aun bajo una mirada de extrañeza, en el fondo ambas capitales resultan admirables por haber sabido asimilar al devenir histórico democrático algunos entornos malditos para los ojos abiertos a la tolerancia y la justicia. Y es que más allá de porfiriatos, imperios o fascismos, los lugares parecieran cargar con su propia historia. Tener su razón de persistencia, sus bellezas ocultas más allá de los actos infames consumados en ellos por el ejercicio del poder absoluto. Mirar hoy el Colosseo Quadrato —como le llaman los romanos— de Marcello Piacentini, suma en mármol traventino de todas las megalomanías y males del régimen fascista, se traduce hoy con toda naturalidad, sin sentimientos de culpa, en franca admiración por una de las obras más deslumbrantes de la arquitectura del siglo XX. Ya en el extremo, la plaza donde se encuentra, reestructurada por Renzo Piano, se ha reconvertido en la de la Civiltà Italiana. Respecto al entorno mexicano recuerdo la imagen de una personalidad de la izquierda latinoamericana mirando fascinada los paisajes de la ciudad desde los balcones del Castillo de Chapultepec, escenario militar vuelto palaciego por Maximiliano y desde donde, sin tapujos ni medias tintas, ejercieron el poder despótico tanto Díaz como Calles.
Muchos de estos entornos han librado las fintas del pasado funesto gracias al talento y astucia de sus creadores. Y con una independencia histórica, ganada a pulso y certificada por el tiempo, llegaron a convertirse en emblemas de sus ciudades y países. Bajo esa perspectiva vemos hoy al Palacio de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte, al Caballito y aun a los palacios de Lecumberri y de la Inquisición. El quemadero de esta última es hoy una plaza popular y tolerante, llena de fritangas y de vida citadina. Cómo cambian los tiempos y las funciones de los lugares. De la misma forma, nosotros mudamos nuestro carácter sin cesar.
Al igual que la virreinal y la afrancesada, o los restos visibles de la prehispánica, la ciudad mexicana podría indagarse a partir de su estilo italiano, donde para algunos será tanto la más bella como la más obvia si se piensa solo, y de manera equivocada, en la Plaza Garibaldi. Aunque para otros será también la versión urbana más recóndita y exquisita.
El punto en que iniciaba sus paseos Pero Galín, el excéntrico flâneur de la novela homónima de Genaro Estrada, era la fuente del Mercurio de la Alameda. Puesta en el costado occidental del parque, casi frente a la cafetería Trevi, la escultura original en bronce fue realizada por Jean Boulogne, conocido desde el siglo XVI como Gianbologna. Acompañante de la figura reciente de Humboldt cuya bota presume una iguana en ascenso, esta escultura de un artista que no siendo italiano de nacimiento sino flamenco, se convertiría en ícono de la creación en tránsito del tardo Renacimiento al Barroco italianos. Su original se encuentra hoy en el Museo Nazionale del Bargello de Florencia. Y la copia más conocida de la misma preside la escalinata que comunica el Palazzo con los jardines de la Villa Médici de Roma. Academia de Francia desde 1803, esta Villa fue dirigida y en parte restaurada por Balthus, artista admirado por Octavio Paz. En ella existen todavía, muy arreglados, los dos rincones que inspiraron a Velázquez sus caprichos paisajísticos, pequeñas fantasías romanas muy del corte de algunos frescos pompeyanos llenas de transparencias y misterios fantasmales. Además, los jardines contienen el studiolo del cardenal Fernando I, con un fastuoso conjunto de frescos de Jacopo Zucci lleno de grutescos y donde el artista llegaría a representar la planta del maíz y el guajolote mexicanos.
Se entiende que Pero (Pedro Galindo originalmente, nombre que al personaje parecía de una vulgaridad suprema), tras salir de su palacete, enfilaba por lo general hacia el oriente de la ciudad. Tras cruzar frente al Hemiciclo a Juárez y a Bellas Artes; de caminar por la calle Madero —apenas poco antes, Plateros—, este dandy alter ego de Estrada llegaría al Zócalo y a la Plaza del Volador, que junto con La Lagunilla concentraba los tiraderos de antigüedades. Antes de arribar al paraíso del dragoneador, Galín habría admirado las fachadas del edificio High Life y del hoy Palacio de Iturbide, por entonces Hotel del mismo nombre y antes Diligencias. La cabeza de león en piedra, marca de la altura alcanzada por el agua que inundó la ciudad entre 1629 y 1633, y el restaurante Gambrinus, donde Huerta apresó arteramente a Gustavo Madero, habrían merecido también alguna diaria reflexión del personaje provinciano.
El trayecto seguido en los años veinte por Pero y, supongo, por el mismo Estrada, así como diversos elementos del entorno circundante, dieron entonces como hoy una tonalidad italiana al centro de la urbe, calidad muchas veces perdida a los ojos del habitante o el paseante eventual ante la seducción de los otros y muy diversos estilos presumidos por la capital. Aun así el toque italiano, sin identificación precisa, quedaría como un murmullo en el aire, inconfundible a la hora de asimilar las experiencias sensoriales del día a día. La misma impresión de vivir el entorno como un sueño había tenido Charles Latrobe en los años treinta del siglo XIX, gracias a la majestuosidad y los detalles de muchas construcciones de la ciudad, sumados a la novedad absoluta de las montañas, ríos y lagos del Valle de Anáhuac. El efecto anterior sería al instante traducido y consignado por el aventurero británico en la carta cinco de su libro The Rambler in Mexico bajo el conocido lema, hoy lugar común siempre citado, aunque mutilado de hecho, de “la suntuosa Ciudad de los Palacios”. Palacios que no siendo entonces más de 12 o 15 según la actual interpretación del término —sobre todo virreinales y neoclásicos—, resultarían muchísimos más si se parte del concepto a la maniera italiana o, simplemente, si se acude a la expresión usada en El automóvil gris, película muda donde muchas de las casonas de la capital fueron consideradas simplemente como palacios.
Galín pasa frente al Hemiciclo a Juárez y a Bellas Artes. Siente sobre sus ojos la blancura casi agresiva del mármol de Carrara. Mira con atención las esculturas del Monumento realizado por Guillermo Heredia —cuyo concurso había ganado en realidad el ateneísta Jesús T. Acevedo—, solicitadas por el arquitecto a Lanzzaroni y a Augusto C. Volpi. Luego, en Bellas Artes, nota el contraste buscado por el turinense Fiorentino Giannetti entre el frontispicio del Palacio, de corte europeo en estilo Art Nouveau o Liberty —como se le conoce en Italia—, y los caballeros águila y las serpientes de inspiración mexica, obra también de Giannetti con la muy probable asistencia de Adolfo Ponzanelli. Este último colaboraría luego con el escultor franco-italiano Enrique Alciati en la Columna de la Independencia y participaría en diversos proyectos de monumentos patrios, así como en la propia Basílica de Guadalupe. Otros dos nombres destacan en la escultórica del Palacio, diseñado y construido, en su primera etapa, por Adamo Boari: los del piamontés Leonardo Bistolfi, autor de las figuras alegóricas La música y El tiempo, y Domenico Boni, nacido en Carrara, quien realizaría los cuatro altorrelieves femeninos adosados a los muros laterales del Palacio. Acerca de esta ciudad toscana habría que destacar un detalle curioso. La fachada principal y los corredores superiores de Bellas Artes contienen una serie de esculturas extrañas al proyecto original de Boari. En realidad, fueron parte del frontón inconcluso del Palacio Legislativo Federal ideado por Émile Bénard, uno de los diseñadores de la Ópera de París, para el gobierno de Díaz. Siendo obra del francés André-Joseph Allar, el delicadísimo conjunto alegórico, con toques a lo Bernini, fue trabajado en una bottega de Carrara, con mármol de sus canteras.
Si se piensa en la capital de la Nueva España como esa urbe palaciega sin par en su tiempo, uno de los mejores ejemplos de fastuosidad arquitectónica sería el hoy Palacio de Iturbide, construido en el siglo XVIII por el hombre que, en palabras de Héctor de Mauleón, dio pie a la expresión de Latrobe: Francisco de Guerrero y Torres, creador también de la capilla del Pocito y la iglesia de La Enseñanza, así como de las más extraordinarias estancias privadas de la ciudad. Este arquitecto llegaría a ser, además, maestro mayor del Real Palacio. El de Iturbide, aparte de contener la fachada y el arco de entrada quizá más bellos del barroco palaciego mexicano y de ser escenario del nacimiento del primer Imperio en el México independiente, en su interior llevaría como ningún otro edificio la marca italiana.
El palacio fue construido a petición de los condes de San Mateo de Valparaíso en el último cuarto del siglo XVIII para Mariana de Berrio de la Campa y Cos y su marido, Pedro Moncada y Aragón Branciforte. En un acto extraño en la Nueva España, al poco tiempo de la boda la aristócrata decidió iniciar los trámites de divorcio del siciliano de nacimiento, sin que Guerrero y Torres hubiera finalizado aún el palacio. Esto no impediría que la impronta italiana sugerida por el esposo fuera impresa con toda claridad en el patio de la construcción. Pues el vividor, según la leyenda, había solicitado al suegro, desde la planeación misma del regalo matrimonial, un detalle en recuerdo de su ciudad de origen: la recreación dentro de la nueva construcción, cumbre del barroco mexicano, del elegante cortile del Palazzo Reale de Palermo, mejor conocido como dei Normanni, monarcas que reestructuraron y europeizaron la primera edificación árabe, considerada hoy como la más antigua residencia de la realeza europea.
Emparentados ambos patios interiores por el contraste en la altura de los techos de los distintos niveles —el mexicano se inspira de hecho en el segundo y tercer pisos del siciliano— y la esbeltez y elegancia de las columnas y arcos, los dos palacios tienen una sola pero determinante diferencia. Mientras las columnas y arcos del Reale resultan austeras al límite, las pechinas del de Iturbide presumen un conjunto de extraordinarios medallones con retratos rodeados de tallas de guirnaldas. También, en la versión mexicana, la base de las columnas y el friso sobre los arcos están profusamente decorados con otros delicados trabajos en piedra.
Antes de haber llegado al Palacio de Iturbide Pero Galín habría pasado, como ya sugerí, ante el entonces moderno edificio High Life, construido a inicio de los años veinte en la esquina de Gante y Madero por el ingeniero veracruzano Miguel Rebolledo Rivadeneyra, uno de los introductores en México de los pilotes para cimentación y del cemento armado, bajo el diseño arquitectónico de Silvio Contri y Carlos Burgatta. Esta obra recuerda, como la de Avenida Juárez 97, el estilo de los primeros rascacielos de Chicago. En el hall de entrada de este segundo edificio, por cierto, se conserva otra copia en el tamaño original del Mercurio de Gianbologna. El High Life, de 1922, resulta hoy esencial para entender la implantación de formas a la italiana en la ciudad ya que, a través del trabajo en bronce que decoró el interior del edificio, realizado por la Fonderia del Pignonde de Florencia, se completa la red de coparticipación entre los distintos arquitectos, diseñadores y artistas de ese país inmersos en el proceso de europeización de la capital mexicana iniciado por Díaz. La misma fábrica había realizado, varios años antes, la escalera monumental del Palacio Postal y, de hecho, toda la estructura en bronce de este proyecto de Adamo Boari y Gonzalo Garita anterior al Palacio de Bellas Artes.
La Fonderia del Pignonde fue de hecho responsable de buena parte de la fama de Silvio Contri, arquitecto toscano nacido en Grosseto y llegado a México como parte del grupo atraído por Díaz a México a fines del siglo XIX. A principios del XX Contri realizaría su obra emblemática, el ecléctico Palacio de Comunicaciones y Obras Públicas porfiriano, hoy Museo Nacional de Arte frente al que se exhibe el Caballito de Manuel Tolsá, escultura inspirada en la de Marco Aurelio del Campidoglio romano y que la iguala en calidad. Las vinculaciones de este palacio con Italia se multiplican si consideramos que si bien Contri concibió el proyecto otro italiano realizaría la decoración de interiores. Me refiero al escultor y artesano Mariano Coppedè. Este florentino, uno de los primeros interioristas en el sentido moderno de la palabra, imaginó y seguramente ejecutó en parte, ayudado por su familia, casetones de inspiración vegetal, multitud de figuras infantiles y juguetonas en los frisos, así como muchos otros detalles decorativos de distinta relevancia. Incluyendo, desde luego, los frescos de los techos del hoy MUNAL y del Museo del Telégrafo, dedicados a las nuevas musas, las de la comunicación. Uno de los hijos de Mariano, el arquitecto Gino, realizaría en Roma en 1919, a pocas calles de la Villa Torlonia —última residencia mussoliniana—, el inconcluso Quartiere Coppedè, pequeño y ejemplar conjunto de palacetes en estilo Liberty.
Si el exterior neoclásico del sitio no casa en absoluto con la fachada de La Scala de Milán, en su interior el hoy recuperado Teatro de la Ciudad Esperanza Iris de la calle Donceles, ideado por la famosa cantante de opereta mexicana, sí intenta reproducir, aunque solo en algunos detalles y en menor escala por motivos económicos, al monumental teatro milanés, su modelo original. Hoy reconstruidos, luego de sendos incendios, ambos teatros muestran en sus interiores los vestigios de un ambiente palaciego pleno de molduras doradas, de butacas y muros recubiertos de tela estampada en rojo vino. De su primer diseño, realizado por el ingeniero Ignacio Capetillo y el arquitecto ateneísta Federico Mariscal, el Iris, como se le conoció en su etapa de farándula decadente, luce aún columnas exteriores recubiertas de mármol de Carrara, material con el que fueron realizadas asimismo varias de las esculturas alusivas a la música que lo decoraron. También los candiles de su primera época fueron importados de Italia.
Creada bajo el modelo de la de San Fernando de Madrid y en el estilo ilustrado de Carlos III de España, la Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España fue tribuna de algunos ateneístas de la Juventud en los años juveniles de Genaro Estrada. Desde su fundación, a finales de siglo XVIII, allí habían estudiaron pintores de la talla de Luis Cabrera, José María Velasco, Hermenegildo Bustos, Saturnino Herrán, Diego Rivera, Roberto Montenegro y Alfredo Ramos Martínez. El edificio fue construido sobre los restos del Hospital del Amor de Dios y, aparte de conservar algunos elementos de su pasado, a mediados del siglo XIX le añadirían nuevas propuestas arquitectónicas. Entre estas una fachada neo renacentista con detalles que recuerdan, en plan modesto pero bello, al Palazzo Strozzi florentino. Si bien lo más llamativo de lo exhibido al interior del edificio son las copias en yeso de la Victoria de Samotracia y el Laooconte y sus hijos, ambas obras griegas, o trabajos emblemáticos de Miguel Ángel Buonarroti, lo mejor de los fondos antiguos es quizá la escultura en bronce que conserva la Biblioteca de la Escuela, obsequio del Gobierno Italiano al de México en 1910 en homenaje al primer centenario del inicio independentista del país. Empotrada en un nicho de la esquina norponiente de la Academia, y sobre un pedestal en el que se inscribió con toda sencillez: “L’Italia al Messico, 1810-1910”, se muestra hoy otra copia de la copia regalada de este San Giorgio de Donatello, talla originalmente en mármol exhibida en el Museo Nazionale del Bargello de Florencia. Curiosamente, el San Giorgio renacentista se vincula con la ya mencionada Plaza Garibaldi, pues en 1921 el Gobierno mexicano cambiaría el nombre virreinal de Plazuela de Jardín por el actual, para festejar la participación revolucionaria del coronel maderista Giuseppe Garibaldi, Peppino, nieto australiano del unificador de Italia, piamontés juarista que cuenta con un discreto busto conmemorativo en la Colonia Roma.
Desde luego, San Carlos posee también en sus colecciones obras en diversas técnicas de artistas italianos, distribuidas por otros museos hermanos de éste, hoy entorno universitario que fuera el primer museo de Latinoamérica.
Podríamos imaginar a Galín tras la visita a las galerías de la Academia y el recorrido visual por los desnudos, esculturas y paisaje de sus contemporáneos, muchos reconvertidos en vanguardistas. Admirando al salir el almohadillado de la fachada en tono salmón de San Carlos, antes de girar sus pasos hacia el sur, rumbo a Porta Coeli, porque ese día traía aún a cuestas el regusto de lo italiano. De lo tardo renacentista. De los frontones de cornisas triangulares en estilo palladiano. De los rosetones de inspiración vegetal y las columnas planas, acanaladas. Elementos todos que Pero había admirado en las portadas de la Sala Capitular y la Sacristía de la Catedral o al inicio del recorrido matutino en la fachada neoclásica de San Diego, iglesia ya sin convento ni práctica de culto justo al lado del quemadero de la Inquisición y, claro, frente al Gianbologna de la Alameda Central.
De Porta Coeli el personaje creado por Estrada a su imagen y semejanza estaría a cinco calles del entonces, como hoy, olvidado sepulcro del toledano Alonso de Villaseca, hijo de “hidalgos y cristianos viejos” en palabras de Gonzalo Obregón. Villaseca llegó a ser conocido, a mediados del siglo XVI, como el hombre más rico de la Nueva España. Parco al principio y luego muy generoso con los jesuitas, el toledano participó en la fundación del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, donde a su muerte el yerno, Agustín Guerrero, mandaría construir hacia fines del siglo un mausoleo dedicado a Villaseca. Todo de mármol blanco. Según parece, el más suntuoso del virreinato. Con la salida de los jesuitas de Nueva España se dispersarían las obras artísticas contenidas en San Pedro y San Pablo. Entre ellas el mausoleo, hoy en parte dentro de la Parroquia de San Miguel. A partir de una detallada descripción hecha por el padre Florencia antes del desmembramiento de la obra, Obregón dio con la parte central del monumento, constituido por un arco que otro religioso, el padre Alegría, calificó de “vistoso”, así como por elementos decorativo típicos del Renacimiento italiano del primer cuarto del Cinquecento. Obregón señalaba, no como autor seguro sino solo como referencia de la realización, al español, quizá burgalés, Bartolomé Ordóñez, quien además de trabajar en Barcelona lo hizo tanto en Nápoles como en Carrara. Y siempre con asistentes italianos. Como sea, el fragmento salvado del mausoleo, del que se ha perdido la figura del donante, conserva una de las esculturas en bajorrelieve más bellas del plateresco virreinal: una Caridad con dos niños, uno de los cuales la abraza mientras el otro parece dormitar a un lado. La pieza escultórica completa es de una delicadeza y calidez extraordinarias. Pero un detalle resalta sobre todos: la figura del bebé en pleno sueño, quien acurrucado y semidesnudo forma con su cuerpo una media luna. Un sutil y exquisito guiño humano ejecutado a la maniera leonardesca.
*Trabajo realizado con el apoyo de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico-PASPA de la UNAM.