Una biografía de la millonaria coleccionista estadunidense Peggy Guggenheim (Francine Prose, Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, Turner, 2016) y las memorias del subastador belga Simon de Pury (El subastador. Aventuras en el mercado del arte, Turner, 2016) ofrecen una perspectiva diferente de la historia del arte. La colección que Peggy Guggenheim reunió representa una apuesta por el arte que surgió con las escuelas de vanguardia de principios del siglo XX, cuyos representantes, como va diría De Pury, se volverán los “nuevos viejos maestros”. Las memorias del belga pueden provocar más polémica porque las casas de subasta —Sotheby’s, donde trabajó, y Christie’s—, consideran algunos críticos, son causantes de que la idea del arte se haya degradado por los altos precios que alcanzan las obras de los creadores posteriores a los “nuevos viejos maestros”. De Pury plantea que para las casas de subasta ya no hay “viejos maestros” que vender porque ya todos están en los museos. Para él, ese concepto abarca, aunque esto no lo precisa pero puede derivarse, de los pintores renacentistas hasta los postimpresionistas. “Y según pasa el tiempo —deja De Pury en claro— hasta el arte moderno del siglo XX empieza a ponerse vetusto”. En este proceso evolutivo, apunta, incluso los expresionistas abstractos “parecen como Viejos Maestros”. En el ámbito de los marchantes y las casas de subasta, todo se transforma en 1998 cuando Christie’s redefine “el arte contemporáneo como obras creadas, no después del fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, sino después del fin de la revolución de los 60, en 1970”. Al establecerse este criterio, es que los nombres de Jean-Michel Basquiat, Jeff Koons y Damien Hirst comenzarán a volverse célebres.
Coincidentemente, tanto Guggenheim (1898-1979) como De Pury (1951) llegaron a sus respectivos ámbitos casi por accidente, pero una vez que su vocación se consolidó, se volvieron figuras revolucionarias en los campos que eligieron. El entorno histórico que les tocó vivir, como protagonistas y testigos, hace por demás atractivas sus respectivas vidas (y el ameno estilo de ambos volúmenes, los hace muy legibles).
Una mujer ‘avant-garde’
Comencemos por Peggy Guggenheim, a quien en principio debemos considerar como parte del grupo de mujeres de principios del siglo XX que luchó por romper el papel tradicional que se le tenía asignado, aunque no por ello dejó de padecer complejos por su conflictivo entorno familiar. Por sus orígenes, fue educada como una mujer de mundo (con los obligatorios viajes a Europa) y no tuvo una educación formal estricta. Peggy lamentó no haber asistido a una universidad; sin embargo, esta carencia de estudios académicos se vio compensada por las privilegiadas personalidades que la rodearon durante su vida. Como cuenta Francine Prose, desde pequeña fue una gran lectora que tenía a Henry James y Marcel Proust entre sus autores favoritos; con estos gustos, resulta evidente que era dueña de una sensibilidad especial. Judía, en su clan hubo varios parientes cuyo comportamiento era excéntrico, para decirlo eufemísticamente, entre los que no faltaron los suicidas; de este hecho ella se enorgullecía en secreto. Peggy careció de un ambiente familiar estable. Su padre, Benjamín Guggenheim, figura fundamental en su vida, era un mujeriego que buscó hacer fortuna fuera de los negocios familiares. Esta circunstancia provocó que la herencia de Peggy fuera mucho menor en comparación a la del resto de sus familiares. Él murió en el hundimiento del Titanic. Para ella, el sexo se convirtió en un eje fundamental de su vida y destacan sus relaciones con Max Ernst (con quien se casó), Samuel Beckett, Yves Tanguy y Gregory Corso. Un hecho importante que la hizo aproximarse al mundo del arte fue el convertirse en asistente de sus primos Harold Loeb y Marjorie Content en la librería The Sunwise Turn (1919-1920), que fue acaso la primera a la manera moderna. Según Madge Jenison, una de sus fundadoras, se trataba de que “comprar un libro se convirtiera en toda una experiencia”. No obstante lo pesado del trabajo, por el cual no recibía sueldo alguno, Peggy se sintió en su elemento. Ahí conoció a escritores como Amy Lowell y Lytton Strachey, y leyó la obra de Bernard Berenson, su primer “Virgilio” en el mundo del arte. Aún faltaban casi dos décadas para que descubriera su vocación de coleccionista, pero lo cierto es que el trabajo en la librería la ayudó a que su mundo se abriera.
De 1920 a 1937, cuando comienza seriamente a pensar en abrir su galería de arte (aunque la fundación de una editorial también estaba entre las opciones), Peggy fue a vivir a Europa, se casó, tuvo un par de hijos —varón y mujer— y varios amantes. Se dedicó, digamos, a vivir, pero alejada de lo que se consideraba una “familia normal”. En 1937, tras asistir a la Exposition Internationale des Arts et des Techniques Apliqués a la Vie Moderne en París, la idea de la galería se echa a andar en serio. El 24 de enero de 1938 se inauguró en Londres la Guggenheim Jeune con una muestra de los dibujos de Jean Cocteau; la segunda estará dedicada a Kandinsky. Marcel Duchamp se convirtió en su principal asesor. En 1936 rechazó a asistir a una exposición surrealista en Londres, porque ella estaba “convencida de que el surrealismo a esas alturas ya carecía de interés”, escribe Prose; sin embargo, su inclinación por esta escuela de vanguardia volvió cuando asistió el 16 de enero de 1938 a la Exposición Internacional del Surrealismo en París. Peggy tuvo la idea de abrir un museo de arte moderno en Londres, que iba a ser dirigido por Herbert Read, pero la invasión nazi a Polonia y el inevitable anuncio de la guerra provocaron que el proyecto se cancelara. El 22 de junio de 1939, la galería Guggenheim Jeune cerró y ella se fue a vivir a Francia.
En 1941 se dedicó a trasladar no solo su colección a Estados Unidos, sino también a amigos y amantes que corrían peligro en Europa, como Duchamp y Max Ernst. Este fue un año difícil para Peggy por la tormentosa relación que vivió con Max Ernst, quien aún seguía enamorado de Leonora Carrington (se menciona fugazmente a Renato Leduc, que Prose describe como un “diplomático mexicano”, quien, se sabe, ayudó a Carrington a llegar a nuestro país casándose con ella). Con mejores augurios comienza 1942 para ella, pues en febrero le pide al arquitecto Frederick Kiesler que le ayude a transformar “dos sastrerías en una galería de arte”. Art of This Century, su nuevo espacio, iba a innovar la idea de la galería al crear “espectadores activos” que quisieran vivir “una experiencia (las cursivas son de Prose) intelectual y sensorial”. En su “entorno demasiado espectacular”, según las palabras de Peggy, su colección de arte —surrealismo, dadaísmo, cubismo y abstraccionismo— adquirió sentido. “Hasta la aparición de Art of This Century, —señala Prose— a nadie en Estados Unidos se le había ocurrido (que una galería) podía ser un cruce entre un parque de diversiones, una casa encantada y un café parisiense”. En este espacio se anticiparon las instalaciones artísticas y los happenings, que definirán los 60. No hay palabras para Prose capaces de describir aquello: “Los recuerdos de quienes visitaron Art of This Centrury dejan claro que ni siquiera las fotografías más reveladoras ni las descripciones más elocuentes alcanzan a transmitir la emoción que se sentía al acceder a la galería”. Estuvo abierta de 1942 a 1947 y, sobre todo por las apuestas artísticas que hizo en este tiempo, como apoyar a Jackson Pollock, fue el espacio que le permitió a Peggy estar más orgullosa de sus logros. La creación de la Colección Peggy Guggenheim en Venecia en 1951 va a quedar como el reconocimiento incuestionable a su labor. En 1947 se le hizo la invitación de que la exhibiera en la Bienal, cuando ella ya había comenzado a buscar otro lugar. El espacio que terminó siendo elegido fue el palazzo Venier dei Leoni, que fue remodelando poco a poco; todavía en 1961 estuvo haciéndole arreglos.
Las subastas y la corrupción del arte
En el caso de las memorias de Simon de Pury, señalábamos al principio que si pueden provocar más polémicas se debe a que el papel de las casas subastadoras ha provocado, según algunos críticos, menos la depuración del gusto de la gente y más el encarecimiento del arte y el entronizamiento de muchos farsantes como artistas; la ignorancia de los coleccionistas adinerados también ha jugado un papel relevante. En sus diarios de 1863, los hermanos Goncourt anotan juicios lapidarios contra estos últimos. Leemos en la entrada del 17 de enero: “Un hecho retrata la subasta Demidoff. El señor Galliéra, viendo a Hertford pujar, puja sin saber qué: simplemente contra Hertford. A los 11 mil 500 Hertford renuncia. Le llevan al señor Galliéra lo que había comprado; ¡una acuarela de Bascassat! Esa gente hace correr las pujas en vez de hacer correr caballos, no importa que sea una porcelana, un lienzo, un trozo de papel. Apuestan que son más ricos que los otros”. Y en la del 21 de enero, tras perder dos buenas obras, con otros ricos, escriben: “Ataca los nervios ser batido a punta de dinero por imbéciles, por ciegos, ser el único que sabe, que conoce, que reconoce, sin que eso te dé la ocasión, te sirva, te proporcione el dibujo que pertenece a tu colección, a tu gusto, a tu ciencia”. El papel del subastador, como De Pury lo va a estar señalando en diferentes momentos de su libro, será el de romper récords de ventas, por lo que se va a privilegiar al millonario que compre y no al connaisseur que representarían los Goncourt. Si la figura de Peggy Guggenheim adquiere importancia, se debe a que rompió con la imagen del millonario ignorante, y teniendo como asesores a artistas como Marcel Duchamp, como ya lo vimos, supo crear una significativa colección. Ni el experto ni el crítico tendrán para De Pury relevancia; ahora el subastador será el intermediario entre el artista y el público, pero ya no tanto con el mayoritario sino el que puede adquirir las obras. Así minimiza De Pury a los críticos: “He conocido, por una parte, a críticos que, ciertamente en el caso de los artistas emergentes, desconfían del alza de los precios. Para ellos tengo tan solo una palabra: ¡sandeces! Por esa lógica los coleccionistas deberían estar deshaciéndose en masa de sus picassos y matisses. Yo compro por amor, y espero y rezo porque todo lo que compro se revalorice cada vez más”. De origen suizo, De Pury se siente más que orgulloso de la ciudad donde nació: Basilea. Él apunta que “en ninguna otra ciudad el arte corre por las venas de sus ciudadanos como en mi patria suiza”. Art Basel bastaría como referencia para probar lo que dice, pero su tradición artística es cosa de siglos. Hijo de padres acaudalados, que no súper millonarios, y con un título nobiliario que no usa, De Pury decepcionó a sus padres no logrando hacer una carrera universitaria “útil” y mediante contactos familiares logró entrar a trabajar en Sotheby’s. De su iniciación en este mundo resultan las mejores páginas del libro, y tendrían que bastar para eliminar la imagen de frívolo que las excesivas referencias a los récords que ha roto en las subastas provoca. Aunque habla con admiración y respeto de sus maestros en el uso del martillo, De Pury va a quedar como el primer subastador con estatus de superestrella. Y no solo porque Leonardo DiCaprio lo haya elegido como su representante en este rubro en sus subastas, sino porque en un momento dado, así como Peggy Guggenheim rompió moldes con su galería Art of This Century, De Pury hizo lo mismo en sus subastas, uniendo el espectáculo y el arte: “Mis subastas en Phillips, rodeadas de fiestas locas, conciertos de rock y otros variados happenings, convertían a las estrellas en superestrellas. Mi alquimia era poner la explosiva, desatada riqueza de Wall Street y de los financieros coleccionistas en los siempre abultados bolsillos no solo de Koons y Hirst sino de nuevos grandes nombres, cada vez más abundantes, como Richter, Murakami, Prince, Fischer”. Pero además de los pintores, él añadió a este selecto grupo a diseñadores como Marc Newson y fotógrafos como Helmut Newton.
En medio de toda esta delirante actividad, a pesar de la opinión de De Pury, claro que el crítico de arte aún es necesario, y no debe rebajar sus armas: conocimiento, sensibilidad y una buena escritura.