Es un hecho indiscutible que vivimos en una época ruidosa. En nuestra interacción cotidiana con el mundo, prácticamente a cada instante suena algún dispositivo que nos avisa de la llegada de un mensaje, un correo, una cita, o nos conmina a ver el más reciente video que se volvió viral, y que por tanto no nos podemos perder. Incluso el sueño, ese periodo que en teoría y por definición requiere de cierta dosis de silencio, ahora se ve también turbado por la potencial conexión ilimitada, con lo cual descansamos con un ojo mientras con el otro seguimos pendientes de las necesidades de la comunicación constante a través de nuestras pantallas.
El correlato interno es una especie de ruido mental, donde esas mismas demandas ansiosas se agolpan de manera confusa con las presiones de una vida orientada hacia la acumulación y el éxito, hacia tener tantos seguidores en Twitter y amigos en Facebook como nos sea posible, que aprueben de manera permanente con likes nuestra más reciente foto, video, observación aguda sobre la realidad o experiencia única que imponía urgentemente ser compartida con todos nuestros contactos. Parecería que la contraparte de convertir la existencia en una puesta en escena virtual sería mantener alojados en nuestra cabeza a los espectadores de manera permanente, con el rumor y el barullo que ello implica, con lo cual es cada vez más difícil escucharnos a nosotros mismos aunque sea un momento, si acaso aún tenemos la vocación siquiera de intentarlo.
Y en cuanto al espectáculo sociopolítico, en perfecta sintonía con nuestra vivencia cotidiana nos encontramos en un estado de paroxismo perpetuo, atentos al escándalo destapado en turno, al siguiente monstruo político que se encumbra gracias al voto popular, a la próxima declaración que transgrede los cánones de la corrección política, para en todos los casos volcar la bilis (en muchas ocasiones plenamente justificada) nuevamente sobre las redes sociales, para demostrar nuestra gran indignación y nuestro gran radicalismo, antes de regresar a seguir básicamente reproduciendo los esquemas que contribuyen a que las cosas sean como son.
Entre tanto, por debajo del ruido y la estridencia continuamos viviendo en sociedades cada vez más violentas y desiguales, fuertemente militarizadas en casos como el mexicano, y donde en términos globales el espectro de las guerras masivas vuelve a planear sobre el imaginario colectivo, e incluso apenas la semana pasada la ONU advirtió que el mundo vive su peor hambruna y crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.
Quizá al menos en aras de procurarnos algunos breves instantes de cordura, nos convendría volvernos un tanto más aburridos, ordinarios, menos únicos y especiales, y contener la inexorable necesidad de dar a conocer en nuestras redes la opinión que nos genera absolutamente cualquier suceso. Con un poco de suerte, quizá a cambio pudiéramos volvernos también un poco más ecuánimes, analíticos, dispuestos a tolerar la frustración que necesariamente implican algunos aspectos de la existencia y, por qué no, en el proceso recuperar la capacidad de tener actos de solidaridad real, no virtual, con los demás. Y es que si bien la exaltación perpetua ciertamente cumple la función de llenar el vacío, al paso actual este terminará por engullirnos de tal forma que ni mil tuits rabiosos podrán ya volverlo a apaciguar.