La muerte de Jóhann Jóhannsson me provocó una vacío similar al que sentí en 2015, cuando James Horner —recordado, sobre todo, por la música de Titanic—estrelló su avioneta en el sur de California.
No es sólo que ambos compositores hayan muerto prematuramente en un punto climático de sus carreras cinematográficas, es también la misteriosa ambigüedad que se percibe cuando uno vuelve a oír esa música que, de un momento a otro, adquiere un tono trascendental.
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Junto a Max Richter, el islandés Jóhannsson fue uno de los compositores más intrigantes de esta era. Su música fluía de lo conmovedor a lo abstracto y dejaba una estela de escalofríos a su paso.
Confieso que mi primer acercamiento a él ocurrió de la manera más fortuita: la música que compuso para La teoría del todo (James Marsh, 2014) —por la que ganó un Globo de Oro— me conmovió como ningún soundtrack lo había hecho en varios años.
Ese estremecimiento me hizo saltar sin rodeos a su discografía disponible. Fue así como encontré Copenhagen Dreams (Norman, 2012), un álbum enigmático, que revela a un compositor extremadamente meticuloso y visionario. Fue concebido como el soundtrack para el documental homónimo del realizador Max Kestner, un estudio visual —y al mismo tiempo un homenaje— a su ciudad natal.
Jóhann perfeccionó en su música el arte de la sutileza. Era un manipulador de las emociones: mientras otros compositores de su generación apostaron a explorar las disonancias, él se arriesgó a pulir la armonía tradicional. Y vaya que produjo un arsenal de diamantes.
Calificado frecuentemente como un músico que experimenta con sonidos ambientales, Jóhannsson era un escultor de estados de ánimo. Tenía una habilidad asombrosa para convertir un montón de notas en un monumento armónico
Cuando se publicó el soundtrack de Sicario (Denis Villeneuve, 2015) —que le valió una de sus dos nominaciones al Oscar— Jóhannsson atrajo la atención de los críticos por su inusual forma de aproximarse a la violencia desde la música. En la sala de cine, los efectos eran palpables: las pulsaciones de sus percusiones electrónicas parecían sincronizarse con los latidos del corazón de cada espectador y, una vez aprehendido, lo aceleraba a placer.
Un año más tarde volvió a sacudir nuestros oídos con su propuesta para Arrival (Villeneuve, 2016). En sus manos, el sonido de la ciencia ficción es una auténtica expedición a universos paralelos.
No es arriesgado decir que la cumbre de su música es Orphée (2016), su último álbum de estudio, producto de nueve años de trabajo, y el primero que lanzó con el mítico sello Deutsche Grammophon.
"Flight From The City" tiene ecos de su música para cine, que no sería difícil imaginar en la escena más melancólica de un drama, mientras que "A Song for Eurpoa" se alza como un verdadero himno elegiaco y "A Deal With Chaos" comienza con las virtudes seductoras de un violoncello que contrapuntea con una expectral voz de cinta magnética. Al cierre, "Orphic Hymn" revela que su maestría para los arreglos vocales estaba a la altura de los titanes del género como Eric Whitacre o Arvo Pärt.
Es, indudablemente, la cúspide de su creatividad, el sitio donde dejó escurrir la tinta de su pluma con libertad. No es el más popular, pero sí el más penetrante.
Antes de morir, Jóhannsson hizo la música para dos películas próximas a estrenarse: The Mercy (cuyo soundtrack ya está disponible en streaming) y Mary Magdalene (Garth Davis, 2018).
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