Por: Zarauz
Alfonso Cuarón ha vuelto a caminar el patio de su pasado. La película más reciente de su exitosa carrera aparece proyectada en un par de salas de la Ciudad de México, después de haber causado una ovación coral y prolongada en la Mostra de Venecia.
Su infancia y la re–significación de sus recuerdos se convierten en una de las películas más esperadas por la crítica como posible protagonista en la premiación del Oscar, trayendo consigo un debate bastante particular en torno a la proyección y producción del filme, que se proyectó un solo fin de semana en México en un estreno técnico, meses antes de su estreno mundial en Netflix.
La colonia Roma vuelve a estar en las primeras planas de los diarios más importantes del mundo a pocos días de cumplirse un año del último terremoto que sacudiera la epidermis del céntrico barrio de la capital mexicana.
La recreación de las calles donde el director mexicano viera sus primeras películas y escuchara los acordes de las canciones que delimitarían el pentagrama de su infancia se proyectan, en blanco y negro, dibujando un México setentero fundamental para entender muchos escenarios que siguen aconteciendo en el país norteamericano: la desigualdad social, la inestabilidad frente a los sismos y el tráfico citadino, el machismo recalcitrante, el lugar de los militares en la calle y la matanza del jueves de Corpus en 1971 son solo algunas de las postales que aparecen en la película que bien podrían ser paralelismos del lienzo contemporáneo mexicano.
Sin embargo, la maestría y la creatividad del artista mexicano logran contar una historia donde el amor y la soledad levitan en una película filmada en 65 milímetros y, más allá de seguir el mapa de un guión, se escucha la intuición de la lista de recuerdos de Cuarón.
Después de haber gravitado los avatares del espacio, Cuarón regresó a México a dirigir, fotografiar y reflexionar en torno a una ciudad que, aunque ha cambiado mucho en apariencia con la maqueta de hace algunas décadas, sigue manteniendo muchas similitudes con su pasado. El canto ensordecedor de la pipa del camotero; las notas de la ocarina del afilador de cuchillos; la distancia que aún mantienen las lenguas indígenas con el castellano de la alta burguesía nacional, que busca acercarse más al inglés que a la música del mixteco o el zapoteco; las manifestaciones en Insurgentes y Paseo de la Reforma, son instantes que uno puede seguir encontrando como cotidianos en una ciudad que bien podría ser considerada un país.
Si para Proust el universo cabe en el binomio de un panecillo mojado en una taza de té, en Cuarón el cosmos de la infancia se detona en el humor de Ensalada de locos, la voz de Víctor Iturbe El Pirulí, el tamaño decimonónico de los coches conocidos como “lanchones”, o en la galaxia de Perdidos en el espacio.
En el famoso pasaje al principio de la novela Por el camino de Swann, Marcel Proust comienza a percibir los aromas y esencias de su pasado al degustar un panecillo mojado en un té que su tía Leoncia sirve para él. “Llenándose de una esencia preciosa; pero mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo”. Así como la magdalena, a lo largo de la novela hay muchos más detonantes que evocan recuerdos que parecían perdidos hasta la aparición azarosa de una biblioteca, un beso maternal o el paseo en un adoquín veneciano. En Roma —que jugando al palíndromo podríamos leer “amoR”—, Alfonso Cuarón evita que todos los objetos y escenas de su niñez se pierdan en la amnesia del olvido dando forma y fondo a los recuerdos en los planos, tomas, secuencias, diálogos, sonidos y transiciones de su película más íntima.
Me parece que Roma, aunque su producción y distribución sean mayoritariamente a través de una plataforma digital como Netflix, es de esas películas que a uno le gustaría conservar en físico. Adquirir y atesorar esta obra maestra en un disco duro, un DVD, un VHS o quizá en Súper 8.