Uno de los mejores y más difundidos autores de nuestros días, el poeta polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945), es actualmente, junto al suizo Philippe Jaccottet, el italiano Valerio Magrelli, el portugués Nuno Júdice, el español Antonio Gamoneda, los alemanes Durs Grünbein y Michael Krüger, la irlandesa Eavan Boland, el inglés Simon Armitage, o la rumana Ana Blandiana, por citar solo algunos nombres, de los más grandes poetas europeos contemporáneos, uno de los mejores escritores con los que cuenta actualmente una Europa por fin sin adjetivos, ni occidental ni oriental. Muy pronto trasladado junto a su familia, con pocos meses de edad, desde la bella Lvov, antigua capital de la Galitzia austrohúngara, zona que más tarde pasaría a ser botín de guerra tras la Segunda Guerra Mundial, a la parte occidental de Polonia (como contará en el magnífico volumen de prosas y ensayos Dos ciudades, que John Ashbery calificó de “libro extraordinario”), a una “fea ciudad industrial”, Gliwice, antigua población alemana que Polonia, por su parte, acababa de anexionarse, este destierro temprano, casi bíblico, sobrevuela por no pocas partes de su imaginario.
Un exilio geográfico, político, metafísico, o puramente sensible e interior, un desplazamiento de tiempos y espacios, que marca a buena parte de los mejores autores del pasado siglo. Los españoles, cercenados cruelmente entre dos Españas al finalizar nuestra guerra civil, sabemos bastante de eso. Así lo expresaría la gran filósofa española exiliada María Zambrano, discípula de Ortega y Gasset: “Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida. Una patria que, una vez que se conoce, es irrenunciable. Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos”. Un paraíso abandonado, por otra parte, Lvov, casi un planeta en sí, que todos ellos transportarían con el orgullo y la nostalgia de una patria perdida que encarnó en su día todo lo cálido y luminoso de la vida: “¡Mi Lvov! Mía, aunque no nací en ella. Cierta o equivocadamente, uno es considerado lvoviano, uno presume de ello para siempre”, diría el escritor Józef Wittlin en su obra Mi Lvov.
El Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz dijo en su ensayo La mente cautiva (Galaxia Gutenberg) que cualquier polaco, checo o húngaro “sabe bastante sobre Francia, Bélgica u Holanda”, pero que, en cambio, un francés, belga u holandés de cultura media “apenas sabe nada” de Polonia, Checoslovaquia o Hungría. También añadió en Mi Europa (Galaxia Gutenberg): “Un parisino no está obligado a rescatar a cada momento a su ciudad de la nada. […] Pero cuando regreso a las calles en las que se ha desarrollado la parte más importante de mi vida, estoy condenado a resumir, es necesario incluir todo en algunas frases, desde la geografía y la arquitectura hasta el color del cielo”. Para remediar este largo y dilatado desencuentro necesitado de constantes “resúmenes”, y para paliar nuestra vergüenza de lectores europeos “a medias”, con grandes lagunas, por no decir océanos, de desconocimiento, llegaría a países como España con notable —aunque siempre remediable— retraso, desde latitudes antes marcadas por lejanías de carácter estratosférico, lo mejor, o al menos parte de lo mejor, de aquellas largas ausencias intelectuales. Ausencias de todo tipo, tanto literarias como del campo de la Historia y el pensamiento.
Desde comienzos del presente siglo, Adam Zagajewski formaría ya parte permanente de nuestras bibliotecas hispánicas, como una presencia familiar y doméstica, habitual. Sería uno de los autores y, sobre todo, uno de los poetas contemporáneos, más regularmente editados en España. Y lo haría a través de maravillosos libros de poesía del exilio y de la rememoración elegíaca, aunque también de la iluminación epifánica y sagrada, sencilla y terrenal, emotiva y estremecedora de lo cotidiano (en volúmenes como Tierra del fuego, Deseo, Antenas y Mano invisible, traducidos al español espléndidamente por Xavier Farré, y aparecidos en la editorial Acantilado). Pero también a través de esas muy personales obras suyas “de todos los ámbitos de la vida”, “de renovadas funciones de la literatura”, que eran sus magníficos libros de género variado, entre narración y ensayo literario o, si se prefiere, entre retazos autobiográficos y meditación histórica, filosófica y ética, en torno a los años de plomo comunista, en torno al exilio y, por fin, en torno a la llegada ansiada de la democracia. Experiencias que los convirtieron a todos ellos, intelectuales, artistas y ciudadanos de países recién “liberados”, en testigos de excepción, tristemente privilegiados, acostumbrados a todo tipo de descomposiciones, cínicos tratados, pactos de sobrevivencia mínima y reconversiones interesadas y pragmáticas de todo pelaje. Estos libros de fascinante y cautivadora composición mestiza son el dietario En la belleza ajena (Pre–Textos), En defensa del fervor y Dos ciudades (ambos en Acantilado) que darían buena muestra de la excepcional altura literaria de un autor como Zagajewski. Que lo situaban, de forma incontestable, entre los más grandes, singulares e imprescindibles creadores de nuestros días.
Libros en los que Adam Zagajewski nunca abandonaría la reflexión ética y las consideraciones morales, esa minima moralia necesaria para mantener incólume la dignidad humana a través de las épocas y a través, en ocasiones, de “realidades únicas y abominables”. Versos, prosas mínimas o más extensas, en las que destacaba siempre, en cualquier momento, una deslumbrante y exquisita captura de ese instante único e irrepetible, esas epifanías o “inicios de remembranza”, ese milagro del mundo continuamente renovado y de carácter subyugante. Un despojado y escrupuloso estilo literario, imbuido casi permanentemente de una sutil e irónica melancolía, así como una absoluta independencia alejada de ismos, modas y escuelas, convierten su muy elaborado trabajo de lenguaje y su más que notable erudición, no pocas veces, también, en una forma de resistencia ética y estética, como decía en su libro En defensa del fervor: “En la memoria reciente de Europa ha quedado grabada la falsa convicción de que el estilo elevado es un instrumento reaccionario, un martillo contra la modernidad”.
Continuidad cultural polaca
Para seguir con los paralelismos, o bien con esa sucesión de disparidades acaecidas durante largas décadas de triste historia de una Europa desunida, algunos recordarán una famosa frase de Philip Roth, pronunciada con ocasión de una entrevista aparecida a comienzos de los años ochenta en la Paris Review. Este gran escritor norteamericano, cuya familia estaba integrada por inmigrantes judíos provenientes de la Galitzia austrohúngara, hablando de sus colegas de uno y otro lado del Telón de Acero, diría: “En el Oeste todo funciona, pero nada importa demasiado. En el Este nada va bien, pero todo cuenta”. Es decir, era como si “el poder de las palabras” del que hablaba Havel, y la Europa cultural, hubieran sobrevivido mejor y más dignamente —al menos por un tiempo— en el Este que en un Oeste adorador de la trivialización de la cultura de masas y del dios del mercado, como baremo único y sin rival de narcotizaciones más o menos generalizadas.
Y no iría tan descaminado. Si uno atiende a la impresionante avalancha de traducciones, y de felices encuentros con autores centroeuropeos, muchos de ellos desconocidos para el lector en español, de los últimos años, la impresión de que se tenían gigantescas cuentas pendientes con todos ellos es real y cercana a lo pasmoso. Si atendemos en concreto a la literatura polaca, el timón de lujo actual de todas estas literaturas pertenecientes al antiguo bloque comunista, la impresión se acrecienta. Ahí estarían obras traducidas de grandes poetas como los Premio Nobel Wislawa Szymborska y Czeslaw Milosz, de Zbigniew Herbert, Julia Hartwig y Adam Zagajewski, o bien estupendas recopilaciones de la poesía actual como la antología Poesía a contragolpe (2012), preparada por Xavier Farré, Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Y si no, una extensa presencia estelar de lo mejor de su narrativa, a lo largo de distintas épocas y distintas generaciones, desde Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Józef Wittlin, Stanislaw Lem, Andrzej Kusniewicz, Kazimierz Brandys, Ida Fink, Marek Hlasko, Slawomir Mrozek, Stefan Chwin, Jerzy Pilch, Andrzej Stasiuk, Olga Tokarczuk, Agata Tuszynska, Marek Bienczyk o Dorota Maslowska, por citar solo algunos. Por no hablar de espléndidos memorialistas —entre los mejores, sin lugar a dudas, dentro del espectro europeo del pasado siglo XX— como Aleksander Wat, Józef Czapski o Gustaw Herling–Grudzinski. O, si se prefiere, de grandísimos representantes del género del reportaje, entendido como una muy conseguida mezcla de periodismo, ensayo, literatura de viajes y microhistoria, un género en el que destacan en toda Europa los autores polacos, encarnado por escritores tan conocidos como el desaparecido Ryszard Kapuscinski, por periodistas e intelectuales legendarios como Adam Michnik (En busca del significado perdido, Acantilado) o, en estos momentos, igualmente, por autores de las últimas hornadas como Mariusz Szczygiel, autor de un espléndido libro de reportajes sobre la República Checa, Gottland (Acantilado).
Para un lector del área hispánica se acrecienta, como decíamos, y de nuevo aparece la sospecha, de que la cultura, en estos países donde imperó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el totalitarismo y la dominación rusa, fue siempre algo más que una simple mercancía de entretenimiento y consumo distraído, como sucede actualmente en cualquier país, lengua y cultura, se trate de la que se trate. Que la perseverancia, la tenacidad y los actos de resistencia muchas veces tenían que ver con el orgullo y no decaimiento generalizado de una cultura de gran altura, mantenida contra viento y marea. Una cultura, desde la poesía, el teatro, la historia, el ensayo, el cine o la novela, desde la práctica más rabiosamente experimental hasta las obras de factura más clásica, que se tenía que preservar, por encima de todo, desde Mickiewicz hasta la caída del Muro, en sus más óptimas condiciones, en fervorosos pulmones de acero a salvo de catástrofes y tempestades, esperando el día ansiado de la libertad. Era como si flotara en el aire el imperativo no escrito de mantenerla, a lo largo de todos los avatares e invasiones, y por encima —al modo de una marca genética indoblegable— de la muchas veces dramática historia polaca. El gran Milosz decía en su libro Mi Europa (Rodzinna Europa, traducido recientemente en Galaxia Gutenberg) que todos los trastornos europeos muestran que “bajo la superficie cambiante de los hechos subsiste una continuidad”. Esta “continuidad cultural no habría sido alterada ni en la Francia de la Revolución de 1789, ni en la Rusia de la Revolución de 1917, ni tampoco en Polonia con la llegada al poder de los comunistas en 1944–1945”. Para decirlo en otras palabras: en el mundo de la cultura europea existiría una cierta inmunidad histórica, algo profundo y resistente que, ni con la ayuda de censuras, masacres y persecuciones de tiranos, se lograría abatir para siempre.
Editado en las mejores editoriales (Hanser Verlag, Adelphi, Fayard, Farrar, Straus and Giroux, o por la española Acantilado, de la mano del añorado e insustituible intelectual y editor, así como amigo personal de Adam Zagajewski, Jaume Vallcorba, fallecido hace unos pocos años), a través de los poemas de Adam Zagajewski se extiende siempre una embriagadora y mágica estela de sensaciones y emociones perdurables, congeladas en una prodigiosa intemporalidad. Un amor por la luz y la revelación, por la cultura y la belleza del mundo, por paisajes y ciudades extranjeras, por su querida Cracovia, por su no menos adorada Italia, por la poesía, la pintura y la música que caminan siempre inseparables, por los encuentros con lecturas y otros autores, por el recuerdo de presencias y seres añorados, por la evocación de gente anónima de discretas y en ocasiones turbadoras biografías, pero también un amor y afecto profundo y estremecido por ese caudal sobrecogedor de pérdidas, de memoria, de dolor, de dicha compartida, y de esa minúscula, sutil y casi invisible metafísica cotidiana que arrastra consigo toda existencia humana.
¿Tienen derecho a tener biografía los intelectuales, los poetas, incluso los más banales de ellos, desprovistos de escandalosos y chocantes sucesos espectaculares? Como si estuviéramos siempre inmersos en el famoso debate que enfrentó en su día a Proust y Sainte–Beuve, Adam Zagajewski vuelve en no pocas partes de sus textos sobre este asunto que enfrenta —en ocasiones artificialmente— vida y obra de un autor. Lo haría, por ejemplo, en su brillante ensayo El equilibrio, sobre la poesía de Tomas Tranströmer, aportando certeras reflexiones sobre ese invisible y delicado “equilibrio” que tienen que mantener los mejores creadores. La memoria, evidentemente, no es ciega ni muda, ni lo es para unos sí y para otros no. Como la inteligencia o el talento, es profundamente democrática, y cada cual —como nos ha demostrado recientemente la historia europea y nos lo seguirá demostrando muchos años más— tiene que asumir y encajar su ración de coraje y valentía, o de culpa e iniquidades, si es que las hubiera. A lo largo de su obra crítica y ensayística, este clarividente escritor e intelectual múltiple que es Zagajewski —poeta y narrador, crítico y cronista de su tiempo, diarista y microhistoriador— ha desarrollado de forma ejemplar y casi única esta práctica del “retrato” completo, ejercido con enorme respeto y cautela, a la hora de hablar de la vida y obra de grandísimos poetas y pensadores. Desde los de pasado espinoso, o directamente ofensivo, como es el caso de Gottfried Benn, Jünger, Céline o Cioran, hasta otros de trayectoria irreprochable como Czapski, Herbert, Schulz o Valéry, provocadores e “ironistas inspirados” al estilo de Gombrowicz, o si no grandes figuras europeas como Mann, que encarnaron como nadie “el espíritu de su tiempo”. O si no, esos genios de biografías discretas, de las que no dan que hablar, como sucede con el sueco Tomas Tranströmer, Premio Nobel de Literatura en 2011. Alguien que no pertenece a esa clase de autores —como dice Zagajewski— “que cazan leones, toman parte en las cruzadas bélicas o conquistan cumbres de gran altura”. Salvo las literarias, habría que decir.
Un buen número de autores comentados, atrapados en momentos precisos de su vida y obra, desfilan por el espléndido volumen Dos ciudades, que además contiene breves y, se podría decir, pequeñas joyas perfectas y turbadoras, como los relatos “De la Z a la A” y “El homicidio”, así como otros más largos, como es el caso del excelente “Traición”, el no menos deslumbrante “Discurso confidencial del presidente del Politburó”, o el bellísimo y autobiográfico que da título al libro, “Dos ciudades”. Maravillosos retratos dedicados a autores como Ernst Jünger, Gottfried Benn, Bruno Schulz y Paul Léautaud, sacuden como un zarpazo esos atisbos de la responsabilidad humana compartida, cívica, ética, que todos en Europa, hoy día, deberían tener y que en modo alguno, aunque medien fronteras, pueden desgajarse e ir por separado. Uno, según en qué épocas viviera, ya fuera en un Occidente supuesta y tradicionalmente privilegiado o en un Este castigado cruelmente por una sucesión ininterrumpida de totalitarismos, no se puede permitir el lujo de unas vacaciones permanentes de la estética y de las vivencias puramente interiores y metafísicas. Hay que leer sin cesar a estos grandes autores (Milosz, Kertész, Manea, Kiš, Konrád, Kundera, Zagajewski) que hablan de realidades paralelas e inimaginables para muchos de otras lejanas latitudes. Para muchos que, en el pasado, nos limitamos a conocer una sola de esas multiplicadas, y en ocasiones yuxtapuestas, tiranías y persecuciones. Adam Zagajewski habla de submundos paralelos, orwellianos, asfixiantes; de mundos, sobre todo, pertenecientes a un delirio difícil de imaginar para el lector común occidental que no conoce al detalle esa monstruosa, violenta y minúscula ausencia de libertad que se daba a cada paso en regímenes autoritarios que impusieron realidades “únicas” y que hicieron retroceder a Europa “a la época de la esclavitud”, como dice este autor. Un mundo en el que imperaba el miedo, la delación, en el que dictaduras que parecían “indestructibles y eternas” se convirtieron para todos ellos en “pesadilla y tema literario”, mientras una “teocracia falaz” y paranoica que decía no tener más dioses que adorar al Partido único, se extendía por toda superficie susceptible de ser controlada a funcionarios de la policía secreta encargados de la persecución de “ejércitos clandestinos”. Es decir, de, pura y llanamente, gente.
En aquella realidad vivida día a día “bajo la funda gris del comunismo”, aquella realidad tan difícil de entender para generaciones posteriores de europeos fuera del ámbito del frío discurso político o de ensayos de raíz historiográfica, los “héroes de lo cotidiano” de las dictaduras —de cualquiera de ellas— estarían personificados magistralmente en el libro En la belleza ajena a través de multitud de personajes. Personajes reunidos como en una auténtica Arca de Noé coagulada y retratada de forma fantasmal, con una entrañable y sincera emoción y compasión que traspasa espacios y tiempos. Quizá su más perfecta impronta la ofrecerían esos “modestos tíos y humildes tías” del autor, que aunque “no escribieran libros ni pintaran cuadros” fueron héroes firmes e indoblegables de la sobrevivencia. Con dignidad, “sin un gramo de fanatismo, hostilmente indiferentes al comunismo, se salvaron de persecuciones en el periodo de la ocupación y el estalinismo, […] prudentes, experimentados oyentes de audiciones radiofónicas, consumados lectores de periódicos, nunca concedían crédito a la primera capa del texto. […] Los ocupaba la vida diaria, la defensa de la vida cotidiana”. Es decir, mantener esa vida cotidiana, simple y sin grandilocuencias, lo más intacta posible, espiritualmente hablando, para generaciones venideras. Con reservas adecuadas de “cierta dosis de salud espiritual”. Fortalecidos y endurecidos. “Nos endurecemos al punto de soportar todo aquello a lo que nos acostumbramos”, decía Montaigne. También lo recordaba el poeta W. B. Yeats, en su célebre poema dedicado a la heroica y sangrienta revuelta fallida de Dublín (“Easter, 1916”): “Un sacrificio muy continuado/ puede tornar de piedra el corazón” (Too long a sacrifice/ can make a stone of the heart).
Exilios interiores y una incólume, inalterable, vida “en suspenso”, que desafiaba años y siglos, en paisajes no solo congelados por el hielo. Todo estaba dispuesto para un largo y tenaz letargo y sobrevivencia, “para vegetar”. Así lo expresaría Adam Zagajewski en un pasaje de En la belleza ajena: “Parecíamos estar en el siglo XIX, poca cosa había cambiado. Hacía frío. Lo ideal era no salir para nada. Quedarse en casa. Fuera había comunismo y hielo”. Héroes de la parálisis, de la inacción, como el famoso antihéroe de Flaubert, Frédéric Moreau, de La educación sentimental, a quien “el miedo de hacer demasiado y de no hacer bastante, le privaba de todo discernimiento”. Héroes, igualmente, conservadores, atesoradores de un determinado estado de cosas, de patrias del espíritu escamoteadas, de ciudades perdidas, de valores de repente desechados y demonizados. En su magnífico ensayo sobre Los sonámbulos, Kundera lo expresaba así: “Cuando los valores antaño tan firmes se cuestionan y con la cabeza gacha se alejan, el que no sabe vivir sin ellos (sin fidelidad, sin familia, sin patria, sin disciplina, sin amor) se arropa en la universalidad de su uniforme hasta el último botón, como si este uniforme fuese todavía el último vestigio de la trascendencia que puede protegerle del frío del porvenir en el que ya no habrá nada que respetar”. Tampoco se respetará lo más íntimo y preciado: la memoria. Se le declarará abiertamente la guerra. Así lo recordaba Adam Zagajewski, hablando del libro El bárbaro en el jardín de Zbigniew Herbert, en Dos ciudades. Viajando por Italia y Francia, entusiasmado, lleno de emoción, Herbert no se cansa de recorrer ciudades, de visitar catedrales y museos, de contemplar cuadros y esculturas, anotando impresiones. “Su país —el de este joven viajero varsoviano, nos recuerda Zagajewski— había sido destruido por una guerra cruel y por el comunismo. Para colmo, el comunismo le declaró la guerra a la memoria. […] Quien no lo ha vivido no puede saber con cuánto desprecio trataba el comunismo al pasado mientras conservaba la fe en sí mismo”.
¿Cuál era la ética y minima moralia necesaria para mantener incólume la dignidad humana por parte de aquellos simples héroes anónimos de lo cotidiano que, día a día, a través de pequeños gestos simbólicos, luchaban por no ser “cosificados”? Zagajewski lo responde a la inversa en muchas ocasiones, ironizando sobre lo que era aquel mundo al revés, con la moral trastocada o con la posterior excusa histórica preparada de antemano (“no fui yo, fue la época”). En un mundo en el que al poeta, al artista, según el “mito modernista”, se le podía declarar “loco e irresponsable”, siempre libre del peso incómodo de la conciencia para sus aspiraciones, uno, nos viene a decir Zagajewski, tenía la obligación moral de ver algo más que “golondrinas y castaños”. Porque en ese mundo de “dioses soviéticos de párpados hinchados”, uno, también, muy pronto, en su propio país, podía quedar relegado a la condición alienígena de “extranjero”, tal y como decía el propio Zagajewski en su poema “Elegía” (del libro Tierra del fuego): “Sin promesas ni esperanzas/ allí, sin ser extranjeros, vivíamos./ Esto era la vida que nos fue dada. […] Esto era el temor, lleno de culpa. Esto el coraje,/ lleno de angustia. Esto la angustia, llena de fuerza”.
Sin perder de vista en ningún momento esa capacidad o virtud de la poesía “de experimentar el milagro del mundo, de asombrarse y quedar sumido en ese asombro”, como decía Zagajewski en En la belleza ajena, hay que mantener en cada momento de la Historia, no solo en la excepcionalidad de las dictaduras, esa difícil y dual balanza —el encantamiento y el interés por “el exterior”— sabiamente equilibrada. “La lengua —nos dice Zagajewski en este Diario— es un alma vagabunda que busca alimento”. Y lo busca en el exterior, donde se nutre y desde donde se completa ese inicial encantamiento, esa inspiración, ese temblor y revelación íntimos, necesarios. “La literatura entendida únicamente como escuela de la lengua, como retórica, se convierte en estéril”, volverá a decir este autor.
El arte de los perdedores
“El espíritu y el arte nunca les toca en suerte a los vencedores, les toca a los perdedores”, dijo en determinado momento el poeta alemán Gottfried Benn, citado por Adam Zagajewski en su estupendo libro de ensayos Solidaridad y soledad. Benn estaba entonces a punto de decepcionarse definitivamente del nacionalsocialismo y de refugiarse en “una forma aristocrática de emigrar”, es decir, en su carrera de médico.
Un volumen que recogía ensayos escritos a comienzos de los años ochenta, en un momento entre “magnífico y lúgubre”, cuando en Polonia “reinaba la tristeza” y cuando el Sindicato Solidaridad, fundado en 1980, en los astilleros de Gdansk, ya había sido socavado a través de la ley marcial, decretada en 1981. Una ley, como nos recuerda el autor, que en una más de las paradojas constantes que se daban en estos países antes de la caída del Muro, creó más cosas de las que intentaba destruir. Zagajewski especifica el momento, altamente simbólico, del que se trata: “Noviembre de 1983, Solidaridad ha sido derrotada, Lech Walesa ha recibido el Nobel de la Paz, vivo en Sèvres y Adam Michnik está en la cárcel”.
A través de numerosos ejemplos de “espiritualidad negativa y espiritualidad excesivamente positiva”, de entusiastas adeptos a las ideologías en un siglo muchas veces “mudo y salvaje” como fue el XX, de decisivos “libros individuales” —como los de Solzhenitsin o Nadezhda Mandelstam—, de enseñanzas y figuras como Thomas Mann —“encarnación del espíritu de su tiempo”— y Kafka —que se va a nadar el día en que Alemania declara la guerra a Rusia—, de “ironistas inspirados” como Gombrowicz, del “beso de Hegel” o parálisis mental de la que un día habló el también polaco Milosz o, si se prefiere, de curiosas dualidades históricas, aparentemente irreconciliables, que odiaron el totalitarismo con todas sus fuerzas, pero cuya aversión “partía de premisas sustancialmente diferentes”, como es el caso del “genio aristocrático” Nabokov y del socialista Orwell, que en su día “rozó el totalitarismo”, en todos esos casos, alguien como Zagajewski, fino, sutil y nunca rutinario ensayista y sismógrafo de momentos históricos que incluyen a un mismo tiempo importantes metamorfosis culturales, políticas y sociales, sabe captar a la perfección esas mezclas singulares, monstruosas, que solo a los que las sufrieron “al este del Elba”, o en toda la Europa Central en general, les es dado conocer en sus innumerables matices y detalles. Experimentos muy concretos del “sojuzgamiento del espíritu” en los Estados totalitarios, de los que ya habló Milosz en su gran clásico del pasado siglo, El pensamiento cautivo. Unos lugares en los que, como recuerda Zagajewski, a pesar de que asesinos en serie como Stalin hubieran decretado, a lo largo y ancho de todo el imperio, que “la cultura se fundiera con la mentira histórica”, paradójicamente, en un movimiento paralelo de inusitada resistencia interior en esas zonas largamente castigadas, solo se logró, una vez más, que “las decepciones se convirtieran en la fuente de la originalidad de su cultura”.
Desde el horror o el absurdo azaroso de una vida sin cesar amenazada en situaciones de “esclavitud totalitaria”, una mente alerta, dotada de innumerables registros, no solo los culturales, como la de Zagajewski, sabe extraer instantáneas, colisiones y también vasos comunicantes que hablan de muchas más cosas y lugares y que escapan a lo trillado. Por ejemplo, en patéticas y ridículas escenificaciones del Partido Comunista, bajo una gran pancarta con la consigna del momento, un autor como él sabe distinguir perfectamente ese tipo de categorías estéticas que separan a Eurípides de la pura comicidad de un Plauto.
Como aclara Zagajewski en un prólogo realizado en 2002, veinte años más tarde, sus ensayos escritos “en París y sus inmediaciones”, durante su exilio, estuvieron dictados sobre todo “por la necesidad de emitir un diagnóstico y dar nombre a aquel momento histórico”, tan doloroso para su patria. Progresivamente, sin embargo, cada una de sus páginas y capítulos, desde el dedicado a la película Carmen de Carlos Saura —“Flamenco”— o el extenso y magnífico —“Una muralla alta”— dedicado a dar respuesta y reflexionar sobre el ensayo de Kundera “Un Occidente secuestrado o la tragedia de Europa Central”, acabarán hablando de esa permanente tensión que siempre se ha dado en todos los artistas, no solo los poetas, entre “solidaridad y soledad”. Es decir, ese difícil equilibrio entre vida exterior y colectiva, con la consiguiente necesidad de participar y ser actores en las transformaciones políticas cuando el momento lo requiere, y la exigencia acuciante, íntima, del artista de regresar sin cesar al lugar de origen de su obra: a la vida espiritual. O como dice el mismo Zagajewski: “A la individualidad, soledad y poesía”.