Herman Melville narra la historia de Moby Dick desde los recuerdos de Ishmael. La mirada es íntima y nostálgica. Acciones, emociones y personajes existen en la memoria del único hombre que sobrevivió a un naufragio. Todo ha terminado; es un relato que no tiene mañana. Y la voz es evocativa y profundamente trágica.
La ópera en dos actos de Jack Heggie se acerca a Moby Dick desde el presente (se desarrolla a lo largo de tres jornadas separadas entre sí por tres meses, un año y un día, respectivamente). La mirada es múltiple y cambiante. Problemas, panoramas y vidas surgen, se abren y suceden en tiempo real. El futuro siempre está ahí —posible, latente— después de la noche. Es música coral, construida a través de muchas voces guiadas a través de una mirada musical de movimiento cinematográfico.
Obertura
La obertura es panorámica. Amplias melodías de expresión suave ondulan impulsadas por un lento ritmo circular que agita los oníricos colores de un sutil lenguaje armónico de tintes impresionistas. La orquesta mira desde el cielo al barco ballenero Pequod, que ha navegado durante una semana (a diferencia de la novela, que comienza en tierra, la ópera nunca deja el agua). Son las horas anteriores al alba. La música cierra su mirada. Encuadra el barco y pasea sus sonidos sobre la cubierta (fría, sucia, desierta). Pierde sus aires etéreos y se vuelve invasiva (ritmo pujante y fragmentadas melodías rápidas). Encuentra al arponero Queequeg (barítono) hincado en el piso de su cuarto. Entra en su alma —y se incrementan las percusiones, aparecen disonancias—, hace sonar sus plegarias. Reza en voz alta. Sus gritos despiertan a su compañero de habitación: Greenhorn (tenor; Ishmael en la novela), un cazador recién llegado. La música deja el alma de Queequeg e invade la de Greenhorn: huérfana y solitaria. Los alientos atienden la orfandad y la soledad está a cargo de las cuerdas.
Amanece. El cielo nublado. Las nubes existen en las arpas. La tripulación se levanta. Le canta a la opulencia. Un coro vigoroso, plenamente masculino. El capitán Ahab (tenor) aparece en cubierta. Camina digno y renqueante. La música describe su andar con células melódicas fragmentadas, tan cortas que suenan estáticas hasta que los sonidos realizan un tétrico hallazgo: Ahab tiene una pata de palo; entonces se oscurecen y el discurso tonal —que hasta este momento ha sido absoluto— comienza a tender hacia una violenta ambigüedad. El terror y la rabia se apoderan del cuerpo entero de la música.
Ahab les habla a los arponeros. Líneas vocales eclécticas (una frase melódica es precedida por otra de construcción atonal). La continuidad radica en la expresión: un crescendo que comienza con determinación, alcanza la iracundia y termina en un brote psicótico en donde Ahab revela el verdadero motivo del viaje: matar a Moby Dick (al pronunciar el nombre del monstruo, la orquesta propone una atmósfera hostil y siniestra), la ballena blanca que le arrancó la pierna… y hasta que eso no suceda nadie podrá pisar tierra o cazar otra ballena.
Cae la noche y los cazadores beben y bailan. La furia del capitán mutilado los ha excitado con heroicas fantasías excepto a Starbuck (barítono), jefe de los arponeros, a quien la obsesión del capitán le siembra en el corazón una imagen aterradora: morir en el mar y nunca volver al lado de su hija y esposa (las arpas colorean con breve dulzura la primera referencia femenina en la ópera). Y la música escarba ese terror con intensos lamentos, cada vez más angustiosos, que se pierden, cada vez más suaves, en las primeras luces —tenues, lechosas, lejanas— de un nuevo día que comienza a abrirse paso entre el proceloso temperamento del mar.