Veronica Maza
Solo un músico tan completo como Leonard Bernstein sería capaz de heredar a la humanidad una idea tan sencilla como precisa de lo que es la música. En sus Conciertos para jóvenes, transmitidos en la televisión estadunidense entre 1958 y 1972 —disponibles muchos de ellos en YouTube—, señala: “La música no trata sobre nada”. Y cuando uno está a punto de poner el grito en el cielo, aclara: “El plan del compositor es reunir los sonidos con los ritmos y diferentes instrumentos o voces de forma que el resultado sea emotivo, divertido, conmovedor, interesante o todo eso a la vez. Una historia agrega un extra al significado, pero el peso de éste se encuentra en la emoción del ritmo”.
Leonard Bernstein sabía mucho al respecto. Siempre inquieto, supo crear un estilo lleno de emotividad y, yendo más allá, también comprendió la necesidad de llevar la música clásica, confinada a las altas esferas sociales o a las salas de concierto, al medio masivo de la época: la televisión.
A diferencia de Herbert von Karajan, su principal competidor en vida, determinó que lo clásico no estaba peleado con lo popular y que el traje de etiqueta del director de orquesta se podía cambiar algunos días por un cuello mao que lo hiciera sentir cómodo mientras dirigía a los actores–cantantes de West Side Story.
Lenny (como le decían sus músicos y aun los albañiles cuando lo saludaban mientras caminaba por las calles de Nueva York) supo darle sentido a ciertos asuntos más cercanos a la música del corazón: en tiempos en los que vivir una orientación sexual diferente a la heterosexual era mal visto, se declaró bisexual y vivió un amor de hombres a pesar de estar casado con la actriz costarricense Felicia Montealegre, madre de sus tres hijos.
Con 72 años de edad, Bernstein murió en Manhattan, la ciudad que lo vio florecer, el 14 de octubre de 1990, cinco días después de anunciar su retiro de los escenarios tras representar Tanglewood con la Orquesta Sinfónica de Boston. Brilló como compositor, director de orquesta, pianista, activista, educador, pensador y hombre de la industria del espectáculo.
Continua la lectura desde una perspectiva más intima, sobre sus difíciles lazos familiares
Borrar las fronteras
Como director de orquesta, Bernstein fue siempre excéntrico. A veces lo llamaban “exagerado”, por su tendencia a sacudir su cuerpo, gesticular y resoplar imitando los sonidos que los músicos debían generar. Alocado e intenso, escucharlo trabajar en colaboración con el pianista Glenn Gould es tan embriagante como contemplarlo de pie sobre la peana, al frente de 120 músicos de la Orquesta Filarmónica de Viena, con batuta en mano, marcando el tempo, el ritmo del compás y la velocidad en las obras de Gustav Mahler, Johannes Brahms, Richard Strauss, Dmitri Shostakovich, George Gershwin y Aaron Copland.
Fue un hombre de su tiempo, una mente maleable que supo adecuarse a los cambios que se sucedían al paso de las décadas frente a un público cada vez más voraz en términos de consumo musical. En la introducción de su concierto en una vieja iglesia de la frontera bávaro–checa con motivo de la caída del Muro de Berlín, reconoció vivir “una nueva era sin fronteras entre las naciones”. Algo semejante a su vida, sin fronteras eróticas ni musicales.
Compositor de las sinfonías The Age of Anxiety, Jeremiah y Kaddish, entre otras; de música coral como Hashkiveinu, Missa Brevis y Los salmos de Chichester; los tríos para violín, violonchelo y piano o sus sonatas para clarinete y piano, más cuatro piezas de música vocal, completó la experiencia con el gran público vía televisión a través de sus Conciertos para jóvenes, con la composición musical para obras de teatro que hasta la fecha se siguen montando, como su mítica West Side Story o A Race to Urgay 1600 Pennsylvania Avenue, e incluso de bandas sonoras de películas (basta recordar On the Waterfront, la obra maestra de Elia Kazan protagonizada por Marlon Brando).
Compromiso integral
La mente de Bernstein era compleja, y supo mostrarla de tal manera que quedara claro en qué consistía su búsqueda: la enseñanza y la música no debían ir separadas, sino que un asunto alimentaba al otro, todo era parte de un sistema orgánico para enriquecer la experiencia de vida de sus alumnos–escuchas; la información significaba poder, así como posibilidades para trascender en la vida.
Desde los nueve años supo que quería dedicarse a la música y fue hacia ella, impulsando a la vez el judaísmo, su religión, desde sus composiciones. Jamás rechazó una causa liberal: toda su vida fue un activista político que habló sobre la corrupción de manera tan intensa que hasta el FBI lo espió por un tiempo. Integró asimismo la lista negra a la que pertenecían los comunistas, en los años cincuenta, y fue amigo cercano del presidente Kennedy. Marchó en contra de la guerra de Vietnam y hasta condujo una reunión que buscaba conseguir fondos para los Panteras Negras, además de escribir cinco libros para acrecentar y entender la pasión por la música.
Sus propias palabras resumen su vocación y su destino: “La vida sin música es impensable. La vida sin música es académica. Por eso mi contacto con la música es un abrazo total”.
Continua la lectura con el ensayo de Alexandra Jacobs sobre la mirada intima desde la perspectiva de la hija de Leonard Bernstein