Mi reino por una parodia

A fuego lento

Roberto Pliego
Ciudad de México /

Junto a un guiño a Cristina Rivera Garza y su libro Había mucha neblina o humo o no sé qué, un homenaje a Valeria Luiselli y su artefacto verbal La historia de mis dientes, y un happening celebratorio de la obra intraducible de Carlos Amorales, Julián Herbert compone siete relatos más en los cuales la excentricidad atina solo a servir de comparsa al propósito malogrado de desacralizar eso que ciertos atrevidos llaman la necesidad de explicar la “condición humana”.

Ese propósito tiene un nombre —parodia— y una declaración de principios: la certeza de que no hay originalidad sino genealogía. Así que por Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino se pasea el espejo irreverente de la parodia. De qué manifestaciones obtiene su impulso apologético: del cómic, el arte conceptual, las novelitas sobre pistoleros del Viejo Oeste, algunos manoseados estandartes de la cultura popular y el cine y una y otra vez el cine. Resulta entonces obligatorio que sus argumentos y personajes sean una versión escritural de esos territorios.

En “M. L. Estefanía”, por ejemplo, un ex periodista adicto a la piedra suplanta al autor español y monta una feria itinerante por el noreste de México hasta terminar operando para una banda de extorsionadores dirigida por un alcalde. En “Ninis”, un contorsionista de la cámara expone su vocación por contratar “prostitutas portadoras del VIH para realizar videos de pornografía gonzo en los que soy coprotagonista”. Estas sinopsis son suficientes para calibrar el espíritu con el que Herbert se hace cargo de cierta tradición, o al menos de ciertas presencias culturales: llamando al escándalo, provocando, artificiosa y ruidosamente, un gesto de rechazo que toma el lugar de la valoración estética. Tal pareciera que la literatura debería renunciar a la experiencia del individuo normal para solazarse con la compañía de puros fenómenos. No estaría mal, si al menos renunciara a la vez a querer asegurarse un lugar en el mundo del espectáculo.

Porque al mundo del espectáculo, es decir, a la parafernalia dramática y escénica pertenece “Z” —donde unos comedores de carne humana, condenados a un “pestilente estado de putrefacción”, han tomado la Ciudad de México (ya que se trata de escupir sobre la tumba de la originalidad, se vale el lugar común)— y el relato que le da título al libro —en el que un señor de la droga ordena la muerte de Quentin Tarantino porque no soporta el desconcertante parecido que guarda con él— y los demás relatos, aunque demuestren solvencia estilística. No conozco un caso más reciente de escritor que haya sacrificado tan inocentemente sus dotes en aras del gusto populachero.

Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino

Julián Herbert

Literatura Random House

México, 2017

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