En abril de 2013, unos días después de cumplir 80 años, Sergio Pitol recibió a los enviados de MILENIO en su casa de Xalapa. A manera de homenaje al gran escritor mexicano, recuperamos la crónica de esa visita, publicada en el suplemento Laberinto el sábado 20 del mismo mes. En ella se traza la semblanza de un hombre generoso, alegre, aficionado a la ópera, dedicado, a pesar de su enfermedad, a la revisión de sus textos, a la preparación de nuevos libros.
A las cinco en punto toco el timbre de la casa de Sergio Pitol, para una cita acordada a través del poeta veracruzano José Homero. Abre el chofer, me pasa a la sala y unos minutos después aparece el maestro, vestido con pantalón vaquero, camisa a cuadros azules y blancos, una playera negra debajo, y tenis grisáceos.
Me extiende la mano y me invita a seguirlo al estudio, en la planta alta. Me ofrece un café y le explico el motivo de la visita: conocer cómo trabaja.
Unos minutos después se reúnen con nosotros su asistente Roberto Culebro y el fotógrafo Octavio Hoyos.
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Han pasado veinte años desde que Sergio Pitol decidió vivir en Xalapa. Construyó su casa en el centro y el jardín en la localidad de Briones, en el municipio de Coatepec, a varios kilómetros de distancia.
[OBJECT]Ese jardín, en el que solía pasear con sus perros Sacho y Diana, es —en palabras de Anamari Gomís— “una irrisión vegetal de pinos y de árboles tropicales, de magnolias esplendorosas que florecen dos veces al año frente a la ladera silvestre de un cerro. En medio de todo el concierto de plantas se levanta, como una mandala que mira al cielo, una inmensa corona de bambúes”. Por eso Pitol se confunde cuando Octavio Hoyos le pregunta si puede tomarle unas fotos “en el jardín”. Al señalarle la parte trasera de la casa, poblada de flores y enredaderas, se ríe y dice: “Ese es el patio”.
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El jardín —el de Briones— tiene una casa pequeña y ahí permanecía Pitol de lunes a viernes, con sus perros, leyendo y escribiendo. Los fines de semana volvía a Xalapa para encontrarse con sus amigos. Ahora casi no lo frecuenta.
Al preguntarle por qué, responde con lentitud:
—Tengo ochenta años.
Pero no es la edad lo que le impide salir con más asiduidad de su casa, sino la enfermedad. Tiene dificultades para hablar y sigue una terapia estricta, que implica visitas cotidianas al médico.
Durante la charla, en ocasiones se desespera y se lleva los dedos a los labios para indicar la imposibilidad de expresarse, pero con la ayuda de Roberto Culebro la conversación continúa.
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En uno de los apartados de El mago de Viena, Pitol anota: “El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él”.
Esta tarde en su casa nos permite asomarnos a su trabajo, a la disciplina que pone en su recuperación. Roberto cuenta cómo es un día en la vida del maestro.
En la mañana lee los periódicos nacionales y extranjeros. Después acude a sus terapias, regresa, toma una siesta, y más tarde se juntan para leer y responder la correspondencia. “Últimamente —refiere— hemos comenzado a revisar los archivos. Estamos separando el material sin publicar y aquel que no ha sido incluido en libros, del que ya está publicado. Es una primera selección para luego corregirlo”.
En la noche, como parte de su terapia, ven ópera y realizan ejercicios con la palabra y la música.
—¿Desde cuándo lo hacen?
Roberto se dirige al maestro: “Hace un año más o menos comenzaste con la ópera, ¿verdad?” Él asiente con una sonrisa.
La risa es algo que está presente durante casi toda la visita. Sergio Pitol no es solo uno de nuestros más grandes autores, sino también un hombre generoso y alegre.
“Es una pasión que tiene desde hace muchos años”, continúa Roberto, quien vuelve la mirada a Pitol: “con eso del tratamiento comenzaste a ver otra vez ópera de manera compulsiva, ¿no es cierto?”
También lee mucho sobre ópera —agrega—, incluso ejercicios para cantantes.
—¿Y canta?, le pregunto.
Pitol hace un gesto de asombro y todos reímos.
—¿Cuáles son sus cantantes favoritos?
El maestro se levanta, abandona el estudio y regresa poco después con tres videos: Manon-Lescaut con Plácido Domingo, I Puritani con Ana Netrebko y Salomé con Teresa Stratas.
Más tarde en la sala de televisión, con cientos o tal vez miles de óperas y películas en video en los estantes, veremos un fragmento de I Puritani, con la Netrebko, impresionante por su belleza y su voz.
—Es muy hermosa —le murmuro a Pitol.
Dice que sí con un ligero movimiento de cabeza, sin despegar los ojos de la pantalla.
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La casa de Sergio Pitol es amplia. La fachada está pintada de amarillo y el interior de blanco. Los cristales dobles de las ventanas impiden el paso del ruido y le permiten leer, escribir o ver óperas o películas con total tranquilidad. Todo en ella se encuentra en perfecto orden.
Hace varios años murieron sus perros, primero Sacho y luego Diana, por lo que adoptó a Lola, una labrador, y Homero, cruza de collie y golden. Ellos se mueven por la casa a su antojo y nos acompañan en gran parte de la reunión.
—¿Siempre ha tenido perros?
—Sí, desde niño —responde Pitol.
Con Roberto Culebro y Octavio Hoyos, recorremos la casa construida en desniveles. Nos muestra las ediciones originales de sus primeras publicaciones: una plaquette con dos cuentos editada por Juan José Arreola en Cuadernos del Unicornio, Tiempo cercado, primer y único título de una colección de escritores jóvenes ideada por José de la Colina, e Infierno de todos, que apareció cuando tenía tres años de haber emprendido un viaje por Europa que iba a durar unos cuantos meses pero se prolongó por casi tres décadas.
En una mesa está su título de abogado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
—Era muy joven —le digo.
—No tanto —comenta—, y Roberto aclara que ya tenía 34 años cuando se recibió.
[OBJECT]En un librero de su recámara están las traducciones de sus libros al inglés, italiano, alemán, coreano, chino, japonés, hebreo y turco, entre otros idiomas. En otro espacio se encuentran más libreros y una mesa donde suelen trabajar estudiantes que se ocupan de su obra. Sobre el escritorio de su estudio están alineados algunos carritos pintados como taxis de Xalapa y en una pared un mural con fotografías de sus escritores favoritos, esos excéntricos a los que tanto alude en sus textos: Kafka, Gógol, Sterne, Gombrowicz, etc.
—¿Extraña a sus amigos? ¿A Monsiváis, a José Emilio?
No responde y con la mirada busca a Culebro, quien dice:
—Acá también tiene amigos, personas que fueron sus alumnos y ahora son maestros. Los sábados varios de ellos vienen a ver ópera; atrae a toda la gente que está a su alrededor.
—¿Le gustaba dar clases?
—Mucho, mucho —dice entusiasmado.
Al mencionarle que algún tiempo di clases en la UNAM, tocándose el pecho con el índice de la mano derecha, expresa sonriendo:
—Yo también.
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Sergio Pitol ha sido un viajero legendario. Recorrió y vivió en Europa 28 años. La lista de países que conoce es extraordinaria, sin embargo ahora rara vez abandona Xalapa. En México realiza viajes de dos o tres días cuando mucho y en pocas ocasiones acepta invitaciones al extranjero, porque no quiere alterar el ritmo de sus terapias.
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Visita, eso sí, las librerías cercanas y asiste a exposiciones como la que en estos días ofrece la Pinacoteca de Xalapa, con obras de Carlos Mérida, Vicente Rojo y Gunther Gerzso, entre otros.
—¿Ha escrito algo últimamente?
—Por ahora solo estamos revisando los archivos y corrigiendo algunos textos —contesta Roberto.
—¿Y qué han encontrado en los archivos? Pitol se ríe y exclama: ¡Uf!
—Hay conferencias que se dieron en Alemania, Polonia, Italia, México y otros países —explica Roberto—. Apenas encontramos una sobre Cervantes, aunque en sus libros lo menciona con frecuencia, no hay un solo ensayo dedicado a Cervantes. También encontramos otra sobre Fortunata y Jacinta, de Galdós.
De una carpeta, Pitol saca unas hojas y se las entrega a Roberto, quien explica:
“Este el prólogo de Cuentos de una vida, este es el Ensayo sobre la novela policial, que está sin publicar. Hay otros textos en los que aborda el problema de la identidad, de la nacionalidad, de la globalización. Todos tienen tachaduras, correcciones, anotaciones.
“Los estamos revisando, corrigiendo, y ya él decidirá si son lo suficientemente buenos para componer un volumen”.
—¿Quién lo acompaña en esta casa?
—Manuel Jiménez está aquí siempre… Están también el chofer Guillermo Perdomo y la cocinera Antonia Romero. Yo llego como a las cinco. Platicamos un rato y después comenzamos a trabajar; nos organizamos dependiendo de lo que sea más urgente. Por ejemplo, ayer (martes 9 de abril) llegaron los prólogos de la Colección del Estudiante Universitario, que dirige el maestro en la Universidad Veracruzana, y comenzamos a revisarlos. Algunos requieren una corrección mayor, otros prácticamente nada. Él selecciona a los autores, a la gente que hace las portadas, los prólogos, y lo revisa todo con la ayuda de Agustín del Moral, que dirige las publicaciones de la universidad. Ya están por salir varios títulos, algo del teatro de Lorca, las Memorias del subsuelo de Dostoievski, la Caballería roja de Isaak Babel, unos cuentos de Hoffmann…
Pitol interrumpe el recuento de su asistente, levanta una mano y dice: “El tuyo”.
“Ah, yo también —comenta Roberto—. Gracias a la generosidad del maestro pude publicar un prólogo sobre Luigi Pirandello en esta misma colección."
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Excepto por sus problemas para hablar, Sergio Pitol está en perfecta forma. Sube y baja con agilidad las escaleras de su casa, toma café y fuma con obstinación. Alguna vez recurrió a un hipnotista para que lo alejara de esa adicción, pero el fracaso es evidente.
Después de casi dos horas de pasear por la casa, de revisar sus libreros, de conocer una mínima parte de su archivo, de ver unos minutos de ópera, pregunta: “¿Ya?”
—Ya, maestro —le digo—, solo fírmeme este libro, por favor. Llevo varios pero únicamente le extiendo un ejemplar de El mago de Viena.
Despacio, con letra incierta pero sin detenerse, escribe una dedicatoria: “Para José Luis Martínez, con un abrazo”. Después nos acompaña a la salida, donde posa para las últimas fotografías de la tarde.
ASS