Stephen Hawking encarna uno de los misterios más grandes que ha atestiguado la ciencia: tras ser diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), los médicos le auguraron dos años de vida, pero el genio se antepuso a la enfermedad durante más de cincuenta.
La enfermedad se agravó, como era predecible, y lo condicionó a permanecer en una silla que fue perfeccionando con el tiempo para mejorar su comodidad, y que controlaba con un software a través de leves movimientos faciales.
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Aun con el diagnóstico a cuestas, fue a Cambridge y se convirtió en uno de los investigadores más brillantes de la historia. Fue ese ímpetu el que le permitió seguir con su actividad científica.
La ELA, que le fue diagnosticada cuando tenía 21 años, poco tiempo antes de su primer matrimonio, es una enfermedad degenerativa que ocurre cuando las células del sistema nervioso (llamadas motoneuronas) dejan de funcionar de forma adecuada y, eventualmente, mueren.
Entre sus efectos está la parálisis muscular progresiva y pérdida del control de los músculos inhibitorios.
La ELA, descrita por primera vez en 1869 por un médico francés llamado Jean Martin Charcot, también le provocó a Hawking pérdida de rigidez en el cuello, lo que le complicó poder mantener la cabeza erguida.
A lo largo de los años, tuvo varias crisis de las que se recuperó con aparente facilidad, hasta este 2018, cuando murió a los 76 años.
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