Como si Gabriel García Márquez, Amparo Dávila, Julio Cortázar o Jorge Luis Borges nunca hubieran existido, hay quienes sostienen que la literatura latinoamericana no tiene imaginación y rechaza la fantasía. La verdad es que la imaginación fantástica es parte de nuestras literaturas al menos desde Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, es decir, desde más de un siglo antes de que los autores del romanticismo fijaran la noción occidental de “lo fantástico”. Sin embargo, también es verdad que su sitio en esas tradiciones es problemático.
Por una parte, las categorías que tenemos para nombrar y explicar este recurso literario son casi todas importadas del mundo de habla inglesa (fantasy, science fiction, etcétera) y por lo mismo nunca terminan de encajar bien en diferentes contextos de aquellos que las engendraron. Hay quienes las rechazan de plano por provenir de otra lengua, o de sociedades con las que tenemos conflictos prolongados y amargos. Hay también quienes, por el contrario, las abrazan de manera acrítica, pero unos y otros cometen el mismo error, al percibir la imaginación fantástica como algo ajeno a nosotros. No lo es: la facultad de imaginar no está confinada a ningún grupo humano en especial, y muchos autores de América Latina, por igual marginales y famosos, se han valido de ella. “Aquello que no existe” (que no puede existir o que simplemente no es parte de nuestra existencia presente) es parte de numerosas obras literarias y en ellas se le emplea de las más diversas maneras.
(Entre una gran cantidad de autores de la actualidad que hacen precisamente esto en Hispanoamérica se puede mencionar a Jorge Baradit, Francisco Ortega, María Negroni, Bernardo Esquinca, Angélica Gorodischer, Daniela Tarazona, Edmundo Paz Soldán, MarianaEnríquez…, o Marina Perezagua, la ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz de este año, entregado apenas en la FIL.)
Por otra parte, la imaginación fantástica se ha encontrado frecuentemente con prejuicios comunes en muchas sociedades cerradas, elitistas o autoritarias, de las que por desgracia no faltan en las historias de nuestros países. Cuando una cultura literaria tiene como valor cardinal la conservación de un estado de cosas, aun si para muchos este estado sea considerado desigual o injusto, cualquier propuesta de cambio —cualquier imaginación de cambio— se vuelve incómoda o hasta subversiva. Y algo que sucede también es que la reputación de ser elemento central de “géneros populares” —altamente comercializados y difundidos, al menos en los países de habla inglesa— afecta a las obras que utilizan la imaginación fantástica dándoles, a la vista de algunos, un tinte “populachero”: indigno.
(Cuando tiene que elogiar obras o autores comoéstas, la prensa esnob siempre hace lo mismo: tratar dereducir su rareza, afirmar que “en realidad no son fantasía-ciencia ficción-literatura de masas” o que la “trascienden”.)
Con todo, esta marginación intermitente es la que vuelve a la imaginación fantástica un territorio muy fértil en América Latina: más que en otros lugares del mundo, las obras que —con o sin las etiquetas habituales— buscan los límites y las tensiones de nuestras ideas sobre lo “real” adquieren entre nosotros una carga política muy fuerte, y no sólo por su posibilidad de denuncia oblicua, o hasta de cuestionamiento frontal, sino porque permiten reclamar espacios para pensar las cosas de un modo distinto a como los poderes fácticos quieren que sean. Como nosotros las deseamos, tal vez. En años recientes, por ejemplo, muchas escritoras han empleado la imaginación fantástica para lidiar, en su literatura y más allá de ella, con la misoginia, la desigualdad y la violencia de género que todavía padecemos y que ellas viven cotidianamente. Hoy viernes me toca moderar una mesa con tres narradoras que utilizan la imaginación fantástica: la mexicana Cecilia Eudave y las españolas Care Santos y Elia Barceló. Las tres son muy diferentes entre sí: el campo de la imaginación es extenso y ofrece aún muchos rincones para explorar.
ASS