'Roger y yo' de Marie-Renée Lavoie [Fragmento]

Una niña de ocho años es la protagonista de la novela Roger y yo, la cual se hace llamar Joe, aunque hubiera preferido llamarse Óscar, como su heroína, personaje de su caricatura favorita.

Roger y yo
Marie-Renée Lavoie
Guadalajara /

—Ve a buscarme el jabón para los platos, por favor.

—¡Oh, no!

—¿Acaso escuché un “no” por allí?

—Este, no… —Me pareció oír “no”.

—No, no, por favor, es que…

—¡EL JABÓN! Y sin arenga de mártir esta noche. Y llamas a tus hermanas.

No había más que una sola salida: hincarse frente a la bañera, con la nuca y el cuero cabelludo expuestos sin oposición alguna a un chorro de agua siempre demasiado fría, parecido a la hoja acerada de la guillotina y a manos perfectamente inadaptadas para la dulzura. El lavado del cabello, tortura ordinaria. Y encima, con jabón para los trastes. Procuraba acallar mis quejas por temor a que surgieran sobre mi cabeza unas tijeras de Damocles. En ese entonces, cuando mi cabellera era el único rasgo físico que compartía con mi heroína, estaba de acuerdo: ninguna arenga de mártir.

—No quiero oír nada sobre que está fría, que te jalo del cabello y que te chorrea por la espalda. Eso ya lo sé. Así son las cosas. Punto. ¿Está bien?

—Está bien —coreábamos todas, resignadas.

Silencio sepulcral. No le tenía miedo a mi madre, pero sabía a ciencia cierta que resultaba imposible abrir, por pequeña que fuera, una brecha en su impenetrable carácter. De nada servía quejarse, llorar, discutir, preparar alegatos. Insistir solo podía culminar en una capitulación de lo más humillante. Lo sabía de primera mano, por haber intentado desafiar su emperramiento. Querer ganarle a aquella mujer respondía al mismo brillante ímpetu que nos incita a colocar —con idéntica intención de ver qué sucede en realidad— la lengua contra un barandal de hierro helado. Fuere como fuere, me había tardado un tiempo en entenderlo. En ambos casos.

Un día, por ejemplo, encontrándome recostada en la cama, abatida por la septuagésima segunda dislocación de mi tobillo en lo que iba del año —Zorro, subido en el techo del trastero, no era cosa recomendable—, me dejó aullar todo el día en casa, absolutamente impasible, tan interesada en mí como lo estaría con el desfile de valores bursátiles en el telediario de Marius Brisson, por completo impermeable a mi llanto torrencial. Así pues, había buceado toda una eternidad en un mar de mocos, acelerando con la violencia de los espasmos la disgregación ósea de mi pie, mientras ella se mantenía indiferente ante el siniestro que acechaba a mi persona. Tuve que renunciar cuando volvieron de la escuela mis hermanas, exhausta por mi grave y prolongada condición de accidentada, convencida de que no habría reparación alguna: ni hospital, ni yeso, ni muletas, ni compasión de familiares lejanos o vecinos, ni pollo frito traído por mi papá, ni envidia por parte de los amigos, ni marcha heroica, ni nada. Entonces me levanté cojeando lenta y ostensiblemente, con la intención de sacarle una esquirla de remordimiento a su corazón de piedra, y salí a juntarme con mis amigas al parque, teniendo que reconocer, muy a mi pesar, que mi madre sabía diferenciar una herida grave de una crisis romántica.

Por ese entonces, tras una tarde de holgazanería eterna por las calles del barrio con mis amigas, no le importó que hubiera interpretado magistralmente la que se moría de hambre tirada a sus pies, por haberme perdido la cena. La mirada que me dirigió manifestaba el mismo interés que suscitan las lombrices achicharradas que llenan las aceras, cuando reaparece el sol, después de un fuerte aguacero: nos provocan un poco de asco, procuramos no pisarlas, pero no nos extraña verlas allí muriéndose.

—Cuando no se llega a tiempo, se alimenta uno con los recuerdos. Punto.

El mantra de mi madre: “Punto”. Y aquella esplendorosa expresión prístina, “alimentarse con los recuerdos”, muy útil para todas esas ma dres desprovistas de microondas —aún por difundirse— que no tenían pensado ahondar en explicaciones sobre los beneficios de la hambruna impuesta a los tardones. A pesar de todo, seguí llegando tarde a casa, con bastante constancia a decir verdad, porque me daba un buen pretexto para sufrir en público. Obviamente, me acomodaba con esas reminiscencias de comida porque le imprimían un aspecto trágico a mi personaje —cenar un vaso de agua, a finales del siglo XX, en América del Norte, era una tragedia anacrónica— y porque hubiera resultado inútil luchar por modificar cualquier aspecto de aquella ley: “Punto”. Los adultos por lo general recurren a la muy cómoda “cuestión de principios” cuando no les interesa dar explicaciones. Se ve mejor, incluso llega a tener la apariencia de una argumentación pero, en el fondo, significa lo mismo: al cuestionarlo saldríamos perdiendo, aunque solo fuera tiempo.

Un buen día, sin embargo, me harté de fallecer sin que a mi madre le causara la menor molestia. Entonces probé el recurso máximo para que me viera: desaparecer. La clásica fuguita, con el hatillo al hombro —del tipo mantel de cuadros amarrado a un palo de escoba abandonado—, repleto de chucherías inútiles por fuerza. Crucé la puerta con la mirada clavada en el horizonte, con el paso seguro y resuelto de quien parece estar diciendo: “Quédense cómodamente sentados, no se molesten, nada podrá detenerme”. ¡Qué farsa!

Nadie intentó nada para hacerme cambiar de opinión. Ni un solo adiós emotivo, ni tampoco gritos desesperados derramados en la oscuridad, esa misma oscuridad que me disponía a desgarrar como legión, con el miedo en el cuerpo, sí, el miedo ya, porque no se trataba más que de un impulso, y mi deseo de buscarme otra familia se había desvanecido antes de llegar a la puerta. Empero el orgullo. Empero la necesidad de ser fuerte. Con alguna mecha tapándome los ojos, me hinché de valor y salí sin pensarlo.

En el autobús que supuestamente me llevaría a algún lugar muy lejano, mientras meditaba sobre la completa inutilidad de mi existen cia, emprendiendo la segunda vuelta del autobús número 4, de pronto la vi. Se había teletransportado hasta ese lugar, a un asiento lateral de la parte delantera del autobús, a causa de mí —¿si no de quién?—, para seguirme en secreto, porque tenía miedo, porque se preocupaba, porque en realidad no quería que me fuera. No la había visto subirse, de lo ocupada que estaba en confundir mis sentimientos. Mi mismísima madre, sentada con toda naturalidad, allí delante, entre la multitud de pasajeros que contemplaban el vacío con ojos de pescado muerto para fingir no estar. Se mantenía a distancia, para así lograr acercarse con mayor eficacia. Todo estaba fríamente calculado, tenía un gran talento como guionista. Solo su cabeza se tambaleaba siguiendo el ritmo de los baches. Entonces me percaté de que mi madre sabía andar en autobús: el movimiento de su cuerpo señalaba una antigua costumbre aún viva, grabada en algún lugar de su ser, en una memoria física que mantenía su cuerpo bailando, siguiendo la marea que mecía la vieja osamenta de metal.

La miré un tiempo, hasta que me apeé en la siguiente parada. Ella lo hizo dos calles más adelante, sin dirigir una sola mirada hacia mí. Entró en la tienda de Papillon y salió con un litro de leche bajo el brazo, como si no se tratara más que de una madre comprando un litro de leche. Ya nada permeaba de su otrora declaración de amor. Le di el tiempo suficiente para que pudiera regresar a casa, para que pudiera reacomodarse en el marco de mi vida no tan triste, a fin de cuentas. Y sobre todo para no arruinar ese hermoso instante con palabras que solo hubiesen conseguido apagar la magia de lo que acababa de acontecer.

Una barra de Kit Kat aguardaba mi regreso en una esquina de mi cajonera, en la pequeña recámara adjunta a la cocina que compartía con Jeanne, mi hermana mayor. Aquella atractiva envoltura roja no había pasado desapercibida a los ojos de Jeanne o de mis otras dos hermanas. Con un trapo secaban y volvían a secar los trastos que debían rechinar desde hacía un buen rato. Entonces me eché sobre mi cama para desenvolver ese lingote dulzón, intrínsecamente divisible y, mientras separaba minuciosamente las cuatro tiras que conformaban la balsa, ellas se deslizaron subrepticiamente en ese rincón de mi burbuja, que extrañamente me gustaba que invadieran sin realmente saber por qué. Sentadas en mi cama, encordadas como alpinistas que nunca pelearían, nos comimos cada una nuestra porción, mordisqueándola con sumo cuidado para que durase más tiempo, empezando por la cubierta de chocolate, en silencio. La escasez exige método. Excepto Catherine, la más pequeña, quien clavaba en mí sus ojitos de minino poco convencido de que el mundo está bien.

—¿Tú te’huiste Lélène?

—Claro que no, tontita. Aún no.

—¡Pompita no!

—Está bien, babosita.

—Paposita no.

—¿Entonces qué, cosita?

—Chaparrita.

—Está bien. Didine, chaparrita.

—¡Didine no!

—¿Y ahora qué?

—Di-di-n.

—Eso dije yo: Di-di-n.

—¡Nooooo! Didine, no. Di-di-n.

—Está bien, Catherincita.

—Sip. Didine.

Entonces me acurruqué en el regazo de un recuerdo reconfortante y escapé de este mundo mientras mi madre me lavaba el cabello. Al igual que durante esas mañanoches de invierno, aquellas en las que no se veían más que las largas estelas amarillas que arrojaban los faroles sobre mi recorrido, y no se oía más que el crujido de la nieve virginal. Me refugiaba en mi mente el tiempo que tardaba en volver al calor del apartamento, o en lo que terminaba el lavado.

—¡Listo! Vamos a la sala a que se sequen. Y como no hubo berrinche, todas se merecen un vasito de refresco.

—¡Yujuuu!

Así es. Un simple vaso de gaseosa sabor uva, naranja o fresa y quedábamos reconciliadas con la vida. Entre dos sorbos de colorante mineral y el tic-tic que hacían nuestros dedos al pasar por entre nuestros cabellos profundamente desgrasados, sonaba el fin de las hostilidades. Durante uno de aquellos entrañables momentos, envueltas en las emanaciones del Palmolive limón, Margot, olvidada unos instantes en un ángulo muerto del cuarto de baño, procedió a una cata de blanqueador. Con sorbos prolongados. Apenas hubo deglutido, se percató de que no se trataba de ningún suerito escondido —aun cuando estuviera posando en la etiqueta del bidón blanco una gorda Parisina con mandil—. Y ahora que el líquido corrosivo había arado un canalillo por su esófago, gritaba con una furia capaz de rajarle su cabecita de chorlito. Pero nada inmutaba a mi madre, ni siquiera la inminente muerte de su hija —en la etiqueta también figuraba una calavera…

—Ve a buscar al señor Roger, el de al lado.

—¿El señor Roger?

—Por favor, no te hagas la tonta, sabes perfectamente de quién hablo.

—Sí, ¿pero para qué lo quieres?

—¡Porque sí! ¡Apúrate ya!

—Pero anda con rifle.

—¡Venga, date prisa! Jeanne, tráeme el teléfono, por favor.

—¿Y qué sentido tiene que venga acá?

—Aquí, se dice aquí. ¡VE POR ÉL, PUNTO! Bajé corriendo las escaleras. El señor Roger, invariablemente sentado en su sillita gestatoria de cuero falso, miraba fijamente cómo transcurría el tiempo ordinario, mascullando santurronerías.

—Mira pues, si aquí tenemos a la nenita.

—Guárdate tu nenita. Ven conmigo, mi hermana se bebió blanqueador.

—¡Hostia puta! Y es a mí a quien tildan de loco. Trépate a tu jaula y dile a tu madre que ya voy para allá.

—Está bien.

—¡Y por favor que no la haga vomitar! Se le desprenderían las tripas. Con la ayuda de un poco de agua, para empujar los pedazos de migajón, y una profusión de blasfemias de antología bajo la mirada primero suplicante y después agradecida de mi madre, la niña había recobrado su indolencia habitual, lo que se manifestaba a través de una apasionada reanudación de sus exploraciones nasales. En ningún momento durante aquella operación el carretero había recibido reproche alguno por parte de mi madre. Yo había consignado mentalmente el suceso.

El alivio de mi madre pasó de estar fechado a volverse casi perpetuo cuando se dio cuenta de que el señor Roger era una fuente inagotable de remedios de abuelita.

Un campamento de verrugas llevaba a cabo sus excavaciones en la planta de mi pie:

—Ve a ver al señor Roger.

Penetraba en las tinieblas de su diminuta vivienda miserable, cuyas paredes rezumaban carne molida cocida en un mar de mantequilla, a sabiendas de que tendría que llegar hasta la cocina, situada al fondo de aquel apartamento. Por mucho que gritara desde la entrada, él no oía nada. Simulaba ser un viejo sordo como una tapia para obligarme a atravesar su asquerosa leonera. Aguantaba la respiración y me lanzaba a toda prisa, desafiando con valentía el riesgo de intoxicación.

—¡Chécate! Tengo ojos de pescado.

—Ven acá, mi estorbito. ¿Dónde metiste las patas, carajo? Esas porquerías te van a picar la pierna.

—No te creo.

—¡Pues deberías!

—No, no es cierto. Lo haces a propósito, pero no te tengo miedo.

—Tranquila tú, para qué gritas, estorbito.

—¿Qué debo hacer?

Se daba vuelta y barajaba desenfadadamente en uno de los cajones de su armario renco, con el que bloqueaba la puerta trasera de su apartamento. Cosa extrañísima de hecho, aquella puerta atrancada daba la impresión de que existían peligros allá fuera que lo tenían atemorizado, cuando lo que nos decía a menudo era que soñaba con morirse de una vez.

—Rodea tu cochinada esa con la punta de un lápiz de plomo y ponle… espera un poco… eso… estas curitas encima. Regresa cuando se te pongan blancos.

—¿Qué se va a poner blanco?

—La piel, puerca vida, la piel bajo la curita. ¿Que no sabes nada?

JOS

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