A sus 26 años, Cioran intentaba apropiarse, como un ávido pirata, de los tesoros de la lengua francesa. Hablando del cambio de identidad lingüística, Cioran lo llamaba “el mayor suceso que puede acontecerle a un escritor, y el más dramático”. “¡Las catástrofes históricas no son nada comparadas a ésta!”, confesaría más tarde. “Escribir en otra lengua es una experiencia deslumbrante. Uno se pone a reflexionar sobre las palabras, sobre la escritura. Cuando escribía en rumano, las palabras no eran independientes de mí. Desde que empecé a escribir en francés, todas las palabras se me han vuelto conscientes: las tenía delante, fuera de mí, en sus respectivas celdas y yo las recogía: ‘Ahora a ti y ahora a ti’ ”.
La ruptura que Cioran anhelaba no era solo lingüística. “Cambiando de lengua, he liquidado de inmediato mi pasado: he cambiado totalmente de vida”.
¿Sería cierto? Convertido en un célebre escritor francés, el gran estilista de la lengua de adopción, Cioran estaba continuamente perseguido por los fantasmas de un pasado que le abrumaba y humillaba. “¡Mi país! Quería a cualquier precio asirme a él y no encontraba a qué”, reconocía en sus notas de los años cincuenta.
Quizá yo tenía motivos aparentemente más sólidos que los de Cioran para la ruptura, pero continuaba asiéndome a la lengua-patria porque no podía forzar las agujas del reloj a dar marcha atrás, y el cambio profundo, radical, por el cual él había luchado durante tantas décadas de su exilio, a mí no me era accesible.
Su victoriosa trasmutación lingüística tampoco había sido, de hecho, totalmente victoriosa: “Aún hoy me parece que escribo en una lengua que no está ligada a nada, sin raíces, una lengua de invernadero. A mi temperamento no le conviene la lengua francesa, yo necesitaría una lengua salvaje, una lengua de borracho”, le confesaba a Fernando Savater en 1977.
Confesión que contradice, en el típico estilo de Cioran, el planteamiento del gran escritor rumano I. L. Caragiale, en su exilio berlinés, que el mismo Cioran ilustra magistralmente con su conseguido estilo cartesiano: “El hombre tiene que expresar lo que piensa a la manera europea, no a la manera greco-zíngara”. Lo cual no significa que las turbulencias, las oscuridades y el lenguaje críptico, el lirismo y el humor, la agudeza y los excesos pasionalmente orientales alcancen en rumano una belleza y riqueza únicas, intraducibles.
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A fin de cuentas, no dejan de ser casos individuales, y con mayor razón al tratarse de escritores. Parece frívolo comparar los desastres históricos colectivos con los que tienen que ver con la obsesión infantil de la escritura, y por supuesto que numerosos destinos de escritores y artistas se quiebran en el exilio o en su propio país antes de tener siquiera la oportunidad de un cambio de identidad lingüística.
Y con todo… sí, para algunos las catástrofes históricas pueden palidecer ante el relámpago negro que anula su lengua. Aunque no fuesen en absoluto ajenos a las catástrofes históricas, aunque sus biografías estuvieran marcadas, más de una vez, por tales catástrofes.
Antes de morir, en su lecho de hospital, el expatriado Cioran conversaba ¡en la lengua que, durante décadas, se había negado a hablar! Había reencontrado la lengua rumana, pero sin poder encontrarse ya consigo mismo. Vivía la embriaguez paradisiaca de la amnesia. La felicidad suprema, el castigo supremo. El fin.