“Una cama king size, no dos matrimoniales”, insistí ante la empleada de la recepción, que hacía su mejor cara de circunstancia, “de otro modo nunca sé en cuál dormirme”. Lo decía un poco en broma, pero la buena chica me tomó tan en serio que me ofreció un ascenso sin costo extra. Seguía riéndome cuando llegué a la suite y resolví sin más que esa noche habría fiesta. Era apenas el sábado, tenía ocho soberbias noches por delante y toda una pandilla de trasnochadores que llegarían más tarde o más temprano al entonces oceánico lobby del Hilton. No iba a dormir gran cosa, eso seguro, pero los del hotel tuvieron el buen gusto de separar la sala de mi recámara. Fiestón con camerino, qué más podía pedir.
Santiago Roncagliolo fue el primero en llegar. Concedió, impresionado, que una suite en el piso 16 –el único donde se permitía fumar– no era para tomarse a la ligera. Aunque eso sí, vistas las perspectivas, el servibar pecaba de raquítico. “¡Puedo vaciar el mío!”, se ofreció sin reservas, como luego harían otros invitados, o en su caso invitados de invitados, pues no tardó la voz en correrse y la hospitalidad en multiplicarse. Fue por esta apertura indiscriminada que pronto bautizamos el lugar como Casa Abierta al Pueblo. Una exageración más bien simpática que ahorraba inhibiciones a los recién llegados.
No habíamos llegado a la tercera noche cuando ya recibíamos las atentas visitas del personal de Seguridad. Recuerdo a uno mirándome sesgado, a las puertas del cuarto, al tiempo que olfateaba con especial vigor y dudaba: “¿Seguro que están bien?”. En realidad, ése era el gran problema. Estábamos tan bien que nadie quería irse, y al contrario, la fama nos sonreía. Una mañana, a la hora del desayuno, llegó Rosa Montero con una donación “para tu club”. Traía una botella de tequila y temía que el vuelo hasta Madrid le hiciera algún desastre en la maleta. De más está decir que entre más donaciones recibíamos, menos tiempo quedaba para dormir. ¡A descansar los muertos!, me gustaba alardear cerca del alba.
Más de una vez salimos directamente de la Casa Abierta al Pueblo a un magno evento en el predio de enfrente. Recuerdo, entre tinieblas, los copiosos aplausos en la presentación del libro de Santiago. A juzgar por el buen humor del público, debió ser la mejor de nuestras vidas, aunque poco recuerdo de cuanto dijimos. Un par de horas más tarde, ya estábamos de vuelta en el fiestón.
Era la última noche en la FIL cuando Fernando Savater, al que había conocido un par de horas atrás, preguntó por la Casa Abierta al Pueblo: “Me dicen que tu cuarto es el mejor tugurio de Guadalajara...”. Por desgracia, ya no hubo tiempo de invitarlo. Hoy que ya no se fuma en el piso 16 y ni siquiera el lobby es una fiesta, vuelvo a la FIL sin más qué declarar. De no fallar mis cuentas, los delitos acaso cometidos entonces tendrían que haber prescrito, a estas alturas. Si preguntan por mí, digan que vine a hacer una columna.
ASS