Se conocieron en San Miguel de Allende. Ella salía literalmente del espeso bosque de un matrimonio que se había enredado de más, y él era un escritor en busca de las páginas perfectas que vendrían tarde o temprano. Ella pintaba y soñaba en otro idioma, él creía ser dramaturgo por la facilidad de sus diálogos y para dejar de ser el ingeniero con el que soñaban sus tías solteronas. Ella y él no se enamoraron a primera vista porque consta que primero asentaron ese dónde y cómo tan raro que se llama amistad, un allí donde el afecto depende de la honestidad y el silencio, donde ambos intentan superar la puerilidad emocional de las codependencias necias y las celotipias enfermas. Ella tiene hoy 90 años de edad recién cumplidos, se llama Joy Laville (que podría traducirse como villorio de júbilo) y no pasa un solo día sin que piense o dialogue con Él, que se llamó Jorge Ibargüengoitia (que podría traducirse como uno de los escritores más entrañables, sarcásticos y leídos de México). Ella sigue pintando en tenues colores y trazos que parecen todos al pastel una lánguida melancolía donde parece siempre filtrarse algo que podría llamarse la esperanza de una saudade garantizada, la sonrisa leve pero triste, la conversación al vacío, la mirada perdida, los paisajes de la memoria… y un avión que atraviesa el lienzo sin estruendo.
Hoy hace exactamente 30 años Jorge Ibargüengoitia tomó el vuelo número 11 de Avianca Airlines en París con destino Bogotá, escala en Madrid Barajas. Dice Joy que Él insistió en varios intentos por no aceptar el viaje, que se hallaba navegando una nueva novela y no quería romper el envión de esas páginas y que quizá Ella misma insistió para que aprovechase el viaje para ver a muchos otros escritores amigos y relajar quizá la tensión posible que conlleva ir hilando párrafos, página a página. Dice Ella que la vida de ambos en París, así como Jorge pasaba las noches deambulando por Coyoacán en sueños, así ambos medían el paso de las horas por la campana de una escuela ubicada al lado de su edificio. Hay una hermosa fotografía de él, parado en el barandal parisino con las manos en los bolsillos y una sonrisa en el paisaje de su rostro: dice Joy que casi todos los días él trabajaba hasta que sonara la campana del recreo, se servían un tequila y aproximaban el ánimo a comer juntos… todo para que de sobremesa —un día sí y otros muchos también— Él se tumbara en un sofá de postprandio y exclamar al filo de la siesta “Soy un chingón”. Eso era, precisamente eso en cada una de sus novelas y crónicas, en sus obras de teatro y cuentos, en sus artículos mordaces y en la ironía inglesa con la que veía todos los sinsentidos del mundo.
Juan José Arreola y Eliseo Alberto fueron al aeropuerto de Bogotá a esperar la llegada de ese vuelo donde venían los escritores varios de París. Iban a recoger a Ibargüengoitia y conforme pasaba el tiempo del retraso, sin internet ni GPS que hiciera inmediata la razón, ambos decidieron volver mejor al hotel y dejar que los viajeros asumieran solos su demora; “Además —dijo Arreola a Lichi—, me acabo de dar cuenta de que solo traigo puesto un calcetín”. ¿No es totalmente ibargüengoitiano que Arreola haya salido del hotel con un solo calcetín? Lo demás, ya sabemos, es el torrente triste de tragedia: en el hotel todo mundo llora, la noticia se esparce como pólvora en llamas. Se empezó a filtrar en la saliva lo que Lezama Lima llamaba el latido de la ausencia y ya solo quedan para pasto de la imaginación las carcajadas que nunca se dieron, el abrazo entre los tres en Bogotá, los muchos libros que pudo haber escrito Jorge en estas tres décadas, la novela que dejó sobre el escritorio en París, el Jardín Antillón aquí en Guanajuato, a donde he venido para confirmar que es Cuévano, intacta ciudad de mis mayores, cuento en cada calle y callejón.
Hay familias en que no, pero suele suceder en muchos clanes que hay tíos y tías que se vuelven como padrinos a la vieja usanza: auténticos clones de nuestros padres. Así, para regaños con nalgadas o bien para encomio y aplauso, hay tíos que murmuran consejos absolutamente paternales desde el burladero, preocupados por advertir cuando se avista una cornada o celebrando un olé que aún no estalla en la garganta de los tendidos. Así también hay tías que parece que llevan nuestro suéter entre los de sus hijos, “por si hace frío en el cine”, y son las mamás mimetizadas al instante de preocuparse por uno como si fuéramos de veras un hijo más de su prole. Mis tíos Pedro Félix y Santiago fueron amigos de infancia y compañeros de escuela de Ibargüengoitia, incluso más cercanos a él que mi padre (que presumía lo contrario, porque le encantaba siempre intentar plagiarse memorias ajenas). Ambas familias —más que guanajuatenses, cuevanenses— tuvieron su momento de crisis y diáspora (Jorge con sus tías y mis tíos con abuelos y otros hermanos) donde el refugio se llamó Chapultepec, el colegio Grosso y todas las tardes la gran Ciudad de México como escenario para las mejores aventuras y travesuras que podrían idearse caballeros andantes de pantalón corto.
A tres décadas del doloroso momento en el que perdió la vida, estas líneas son para congelar algún instante en que las risas de mi padre y mis tíos niños sellaron un lance de camaradería con Ibargüengoitia en el patio de su escuela, inexplicablemente el mismo patio de otra escuela en París donde unas niñas miran hacia el balcón donde una mujer enamorada toma la foto de una sonrisa que ya sabe que será eterna, porque quizá lo supo en la primera mirada que intercambiaron en San Miguel de Allende y se filtraba entre la saliva cubanísima de ron con pocos hielos de Lichi, allí en los pocos segundos que dura el despiste con el que Arreola sale de su habitación vestido de corbata y zapatos boleados, pero con un solo calcetín en pie izquierdo para buscar a un amigo, y es el mismo preciso instante en que hoy nace el siguiente azorado lector de cualesquiera de los libros de Jorge Ibargüengoitia, porque el latido de su ausencia se alivia con la inevitable admiración y gratitud que suscitan sus páginas, así pasen todos los años del mundo.