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He aquí una foto histórica, con grandes y famosos personajes anotados en tinta azul por la mano de uno de ellos: Luis Buñuel. La foto, regalada a Arturo Ripstein, que me la regaló a mí, registra un momento hoy irrepetible porque, entre la docena de "personajes" captados por quién sabe quién, están mirándonos, desde un día de los primeros años setenta, algunos de los mejores realizadores de la cinematografía hollywoodense. Al nombrarlos recordaré el que a mi juicio es el mejor título de cada uno, y los anotaré en el idioma original (pues a las películas, según son distribuidas en diversos países, les ponen títulos mal o delirantemente traducidos, o a veces inventados, con aun mayor delirio, para obtener una mejor fortuna comercial).
Allí están, de pie, en el acostumbrado orden de izquierda a derecha, y del primero al cuarto personaje: Robert Mulligan (To Kill a Mockingbird), William Wyler (The Best Years of Our Lives), George Cukor (A Star is Born) y Robert Wise (The Sound of Music); y, sentados, y en el mismo orden, están: Billy Wilder (The Apartment), George Stevens (Shane), Luis Buñuel (Viridiana), Alfred Hitchcock (Vértigo) y Rouben Mamoulian (Silk Stockings). Los otros cuatro fotografiados, que resultan mencionables solo por la fortuna de estar allí como presencias adláteres, son, todos en la hilera de arriba: Jean-Claude Carrière, escritor y guionista; Serge Silberman, productor cinematográfico; Charles Champlin —ojo: no Charles Chaplin—, crítico de cine de Los Ángeles Times, y Rafael Buñuel, hijo de don Luis y realizador de la televisión estadunidense. Sobre la pantalla de la segunda lámpara de mesa está escrita la memorable fecha: 20 de noviembre de 1972.
Como cualquier foto o cualquier imagen poseen, implícita o manifiesta, una historia minúscula o grande de la Historia con mayúscula, va aquí, en síntesis, la historia de esta foto del momento en que algunos de los mejores cineastas hollywoodenses rindieron homenaje a un colega que era, célebremente, el menos hollywoodizado de los cineastas.
Cuando Buñuel, Silberman y Carrière fueron a Estados Unidos para el lanzamiento de El discreto encanto de la burguesía, el gentilísimo Cukor les pidió que asistieran a un almuerzo con "unos amigos" en un famoso restaurante de Los Ángeles, y solo ya pasada la hora de los aperitivos supo Buñuel que la reunión era en honor suyo. Estaban también convocados John Ford y Fritz Lang, pero el primero, ya muy viejo y enfermo, debió irse antes de que tomaran la foto, y el segundo no pudo asistir, pero al día siguiente recibió a don Luis en su casa.
Dadas la timidez y la sordera de don Luis, más algunas posibles rivalidades de los hollywoodenses, al principio la reunión fue algo tensa, pero el famoso don de gentes de Cukor, el mago organizador del almuerzo, alivió algunos silencios embarazosos y muy pronto la simpatía reinó entre todos los comensales.
En una de las sesiones grabadas para el libro Prohibido asomarse al interior/ Entrevistas con Luis Buñuel, éste nos contó a Tomás Pérez Turrent y a mí que, en el grato almuerzo, Hitchcock insistió en estar junto a don Luis durante la sobremesa, y de cuando en cuando le palmeaba una rodilla y exclamaba como en éxtasis:
—¡Ah, esa pierna falsa de Tristana!
A don Luis le asombraba que a Hitchcock la prótesis de Tristana le resultase tan admirable y celebrable.
—Lo entiendo, don Luis —le dije, atreviéndome a suponer—. Con todas sus audacias temáticas y formales, con su gran estatus en Hollywood, con su valía comercial en todas las carteleras del mundo, Hitchcock no se hubiera arriesgado a poner en casi todo un filme a una heroína que, aunque bella y estelar, tuviese el "detallito" de quedar coja.