Allá en los años cincuenta y en un salón del Ateneo Español de México, vi a un hombre de intensos ojos que, sentado entre un retrato de Antonio Machado y otro de Miguel de Unamuno, emitía desde el cigarrillo una recta y fina columna de humo blanquiazul como en homenaje a dos efigies tutelares, y al recordar una foto vista en alguna revista del exilio español lo reconocí como Ramón Xirau. Tales nombre y apellido significaban simultáneamente un filósofo, un discípulo dilecto de Gaos y de Alfonso Reyes, un ensayista, un crítico literario, un maestro de la facultad de Filosofía y Letras, y, ante todo, un poeta.
Lo de poeta lo supe luego, porque era de sospechar que Xirau se hubiera empeñado en soterrar su mejor espiga: su poesía precisamente. El primero de sus poemarios se había titulado Le spill soterrat (La espiga soterrada), y se diría que Ramón, cruzándose contra sí mismo como lo pregonaba la X que inicia su apellido, había querido que su poesía creciera en silencio y en la sombra.
Yo conocía de Ramón sus sabios, clarísimos, descubridores ensayos, en los que ciertamente hay momentos de poesía en prosa, pero no había leído su poesía en verso. No sabía qué entonación, qué color, qué gravedad y qué gracia tenían sus poemas, y si alguna vez hallé algunos, estaban en la lengua catalana, tan bella y fuerte y dulce pero desconocida por mí, así que me perdí por mucho tiempo al mejor Ramón. Después he leído esos poemas en traducciones suyas o de otros, y a veces me he atrevido a releerlos en catalán por su sola música. Ahora sé con toda certidumbre, con toda gratitud, que Xirau es un grande y luminoso poeta.
Mi primera ventana a la bahía luminosa de la poesía de Xirau fue Graons (gradas, o escalones), poema celebratorio del que podría decirse lo que Verne dice de la mirada del capitán Nemo: que abarca la mayor cantidad de horizonte. El poema comienza precisamente con una mirada, la de los astros, y va agrandando la amplitud del arco y abarcando mar, horizonte, bahías, cielo, luz, embarcaciones, islas, flores, gaviotas, frutos, ríos, hombres, animales… y más, y más. Todo el poema es un enorme arco, palabra que implica un ascenso y un descenso, el orto y el cenit, el amanecer y la noche. El poema, leído por primera vez en catalán y luego en la traducción de Sánchez Robayna, me evocó un cuadro de Brueghel el Viejo: La caída de Ícaro, situándome ante ese paisaje que parece total y eterno. Y si la caída de Ícaro con las heroicas pero irrisorias alas artificiales es trágica, en el cuadro el paisaje respira serenamente bajo la soleada esfera celeste, abarcando tanta vida que es un cosmos en una imagen. También Graons es un cosmos en un poema; en su horizonte “ya cantan trovadores/ milagro/ en las albas posibles” (según dice Ramón en otro de sus poemas: “La Dama del Unicornio”).
Eduardo Lizalde y yo publicamos en el suplemento cultural La Letra y la Imagen (que hacíamos para el periódico El Universal) la versión castellana de “El Anyel”, otro poema mayor de Xirau. (Anyel, vocablo catalán, quizá suena como ángel, pero es El Cordero, un ser a la vez terrenal y místico.) Ilustramos el poema con el cuadro de Brueghel sobre la caída de Ícaro y recordé aquello de Marcel Schwob: que el dominio del arte es el de las particularidades, el de los detalles; es, por ejemplo, elegir del gran bosque una hoja y observar y agrandar sus menores nervaduras y el leve matiz de luz que apenas la toca. Y Xirau escoge durante el poema una sola hoja y propone:
“La hoja es todo un mundo,/ igual que el mundo de este mundo./ En la hoja de cada clara hoja,/ otro mundo. En la ahojada hoja de la hoja,/ mundo y más mundo./ La hoja de la hoja de la hoja”.
Y, pues no sabría yo cómo agradecer a Ramón esos paisajes de lo visible y lo invisible, solo susurraré “un no sé qué que quedo balbuciendo”, como las criaturas de Juan de Yepes en el paso por la maravilla del mundo.