La noticia de la semana es el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París.
Sobra repetir lo ya comentado respecto a las razones, sinrazones y consecuencias de esta desafortunada decisión. Pero vale la pena recalcar que el procedimiento de salida, que Estados Unidos seguirá, tomará unos tres años y medio, durante los cuales continuará formalmente como parte del Acuerdo.
La decisión de Donald Trump, y en general el movimiento de negacionismo del cambio climático, es expresión de una amplia tendencia de pensamiento anticientífico que permea la cultura mundial.
Las creencias del propio Trump no podrían ser más incongruentes: así como ha negado el cambio climático, en su discurso del jueves mencionaba que la contribución de Estados Unidos a éste era “mínima”: “Dos décimas de grado Celsius”. Lo cual implica reconocer que el fenómeno es real y causado por los gases de invernadero. Para colmo, ayer sábado, su embajadora en la ONU, Nikki Haley, declaró que Trump “sí cree en el cambio climático”, aunque precisa que cree que “los contaminantes son parte de la ecuación” (énfasis mío), lo cual es muy distinto del consenso científico mundial, que deja claro que los gases de invernadero son, con mucho, los principales causantes del fenómeno.
Pero la decisión de Trump, quien cumple una de sus principales promesas de campaña, refleja lo que creen millones de personas en Estados Unidos y en todo el mundo. ¿Por qué hay tanta gente que, frente a datos científicos sólidos y a la opinión casi unánime de expertos de todo el globo, sigue empeñada en negar la realidad del cambio climático?
Se trata de un fenómeno complejo, en el que influyen la natural tendencia humana a sostener ideas que coincidan con nuestras creencias previas, ideología o intereses, así como la emergencia de la cultura de la posverdad, que privilegia las creencias por encima de los hechos.
Pero también obedece al crecimiento de un movimiento anticientífico, que desconfía enormemente de la ciencia y la ve como parte de una conspiración con fines oscuros. Movimiento que hay que entender, creo yo, como parte de una tendencia generacional que recela, en general, de toda forma de autoridad. El fracaso de las sociedades modernas para cumplir sus promesas y garantizar un futuro promisorio a las generaciones jóvenes quizá explica en parte esta desconfianza. Pero no la justifica.
Cierto: la ciencia no es fuente de verdades absolutas. Pero es la mejor forma que tenemos para obtener conocimiento confiable acerca de la naturaleza. Conocimiento que se refina y corrige continuamente. Cierto, también: la aplicación del conocimiento científico a través de tecnología en ocasiones produce daños. Pero es gracias a la ciencia que nos podemos percatar de éstos, y es ella la que nos da herramientas para combatirlo.
Si el mundo y las sociedades que lo habitan han de sobrevivir, lo harán solo si logramos, entre otras cosas, apreciar la ciencia y aprovecharla para comprender y abordar los retos que se nos presentan. Afortunadamente, frente a obtusos como Trump —y quienes que piensan como él—, están surgiendo en todo el mundo las voces de verdaderos líderes que restablecen la esperanza de que la humanidad reencuentre el rumbo que, durante los últimos años, parecía estar perdiendo.
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