No, de entrada no me parece agresión u ofensa que un hombre le diga “guapa” a una mujer. O no necesariamente, porque es distinto que lo exclame un primo cercano y querido en una reunión de amigos, a que lo susurre por la calle un tipo torvo mientras babea y se acaricia la salchicha, con todos los grises que caben en los intersticios. Pero calificar al adjetivo por sí mismo como una agresión machista es un despropósito: no es inusual que las amigas se digan guapas entre sí, que las abuelitas describan así a sus nietos y nietas y, por supuesto, que las mujeres se lo endilguemos a los especímenes que lo merecen sin que retiemble en sus centros la tierra.
Una de las ventajas de ser mexicana es que —aunque cada vez menos—, a diferencia de otros países, en el mío aún se les puede decir negros a los negros, cojos a los cojos, gordos a los gordos y viejos a los viejos. Como en el ejemplo anterior, esas y otras palabras se pueden usar tanto para hacer una simple descripción como para sobajar y herir. Por lo mismo, prohibirlas o censurarlas a rajatabla por la vía del eufemismo políticamente correcto, sin buscar cambios sustantivos en la manera como entendemos y vivimos la comunidad y la otredad, es una solución ficticia y fantoche: es fotoshopearnos la civilización. Posturas como arrobar para omitir el genérico masculino, o lamentarse por los trazos de Memín Pingüín, son frecuentemente intentos cosméticos por definirse como moralmente superiores, más que un genuino deseo de ejercer la tolerancia y la equidad.
El asunto aquí no es juzgar los motivos de quien puso una queja administrativa cuando un taxista la guapeó, aunque parezcan o no desproporcionados, oportunistas o frívolos, sino observar los daños colaterales del performance: las reacciones copiosas, virulentas, agresivas y odiosas de una Fuenteovejuna que demuestra los horrores sin filtro de la misoginia nuestra de cada día mucho más allá del pecado original del chofer. Y eso no se quita a punta de multas.
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