Cuando mi amigo Gerardo daba una opinión en clase resultaba deslumbrante. Articulado, inteligente, lleno de humor. No, no creo que hubiera podido citar a Gramsci, pero recurría con frecuencia a los aparatos ideológicos de Althusser. Le gustaba escribir poesía, fumar sin filtro, el cine de Wajda y la palabra superestructura. Era, como se definía él mismo, de izquierda.
El día que nos invitó al cine saliendo de clases, caminábamos por el estacionamiento de la universidad buscando su auto, cuando de pronto, entre los Vochos sucios y los Ramblers destartalados lo vimos por primera vez. Un Caprice azul metálico, automático, con asientos de piel y vidrios eléctricos que parecía irradiar luz propia. Era del doble de tamaño de los autos que estaban junto, la cajuela casi invadía la vereda por lo que se distinguía a distancia. Hacía mucho sol ese día, pero estoy segura que una pequeña nube cubría la carrocería y tres o cuatro ángeles cantaron cuando abrió la portezuela… eso ya no lo recuerdo bien, quizás eran menos.
Como para ese entonces ya éramos amigos le pregunté con cierto sarcasmo: “Oye, Gerardo, ¿no te parece un poco contradictorio decirse de izquierda y manejar un Caprice de lujo?” Primero me miró serio, luego dejó asomar una enorme sonrisa y me dijo: “No, para nada, pero difícil sí. Muy difícil. Mucho más difícil que para cualquier otro”.
Gerardo fue el primer fifichairo que conocí. Claro que en aquel momento no se llamaban así. Podríamos definirlo como un júnior de izquierda. Imposible certificar la legitimidad de cada uno. Solo se sabe que ese boom hoy cobra fuerza. Generalmente son apasionados, privilegian la emoción sobre el argumento y le van a los Pumas, a pesar de que no sepan de futbol. (Lo de los Pumas viene del movimiento estudiantil del 68. Ese que estableció para siempre la relación con el gobierno. La aritmética nacional fundamental en una ecuación: gobierno igual a malo. Portar la camiseta de los Pumas produce algo así como un estatus ideológico. Una automática y poderosa metonimia solo comparable con conocer los cruces exactos de las calles en Coyoacán, tomar cerveza artesanal, viajar a Cuba o ver una serie televisiva de política danesa).
Los fifichairos no ven televisión abierta, aunque sí usan Facebook, sin darse cuenta que eso en sí mismo es una contradicción. Tal vez, como decía Gerardo, es precisamente ahí donde radica la enorme dificultad. Predicar en el desierto del timeline donde uno está tan solo y los otros son tan otros. Sin embargo, es justamente en Facebook en donde publican sus opiniones, algunas como poderosos aforismos y otras solo en fondos de colores.
El gran defecto de los fifichairos es su enorme superioridad moral que resulta ser ese estado de gracia que permite estar en la absoluta certeza de que todos los demás están mal.
Su enorme virtud, la nobleza de la emoción. Y eso es lo mejor de ellos, la nobleza de sentimientos, muy lejanos de los de los alcaldes por los que votaron que solo por eso se merecerían el tache que en la boleta les pusieron.
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