Bajo una mesa de granito. Un triángulo de vida, le llaman los rescatistas. Ella y dos compañeros más. Frida Sofía no se podía mover muy bien y en algún momento dijo que no sabía, que no estaba segura si los otros dos menores estaban vivos. Pero sí: los grupos de rescatistas de la Marina, del Ejército y de civiles hicieron pruebas térmicas e incluso usaron infrarrojo y sí: hasta la noche de ayer Frida Sofía y dos niños más resisten la tragedia. Y no solo ellos tres: otros dos menores más que permanecían atrapados más lejos, a unos metros de distancia.
Cinco niños que hasta ese momento le arrebatan muertes a la tragedia.
Aunque Frida Sofía, de 12 años, tenía razón: también había dos cuerpos inertes muy cerca de ella.
Pero sí, la esperanza había vuelto al colegio Enrique Rébsamen, en Coapa, al sur de Ciudad de México. Este lugar había sido símbolo de la tragedia, por la muerte de 21 niños y cuatro adultos a causa del terremoto que sacudió a la Ciudad de México el pasado 19 de septiembre. La noticia de un posible milagro cambiaba todo, cuando marinos y soldados informaban a sus superiores de la presencia de cinco menores con vida, sepultados entre los escombros, que fueron ubicados por medio de un sensor térmico.
Bajo la conducción del subsecretario, el jefe del Estado Mayor y del contralor e inspector de la Secretaría de Marina-Armada de México, Ángel Enrique Beltrán Sarmiento, José Luis Vergara y José Rafael Ojeda Durán, se daba la orden de rescatar lo más pronto posible a los menores.
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Tres de los niños, informaban marinos y soldados, lograron ocultarse bajo aquella mesa de granito con patas de herrería, que soportaba el embate de la naturaleza, de kilos de concreto, de lluvia, y resguardaba a los pequeños.
Para no entorpecer los trabajos, la Marina ordenaba requisar drones que comenzaban a sobrevolar la zona afectada, porque los operadores no respetaban el llamado de las autoridades de hacer descender sus aparatos: el ruido de sus vuelos impedía trabajar cuando los rescatistas exigían silencio para escuchar los movimientos de los niños.
Enrique Velázquez Gutiérrez, capitán del Ejército, responsable de operar el sensor térmico que se coloca contra los muros caídos para revelar lo que hay detrás del concreto, confirmaba la existencia de los vivos, y también de los muertos.
Los padres y maestros de los niños lloraban y rezaban para que rescataran a los menores lo más rápido posible. La coordinación entre los rescatistas y policías capitalinos, así como con elementos de la Policía Federal y de la Procuraduría General de la República, era vital conforme pasaban las horas.
Las noticias que devolvieron la esperanza comenzaron a correr a la una de la tarde, cuando se habló de una menor con vida; a las cuatro con diez minutos el número de menores subió a tres; casi a las seis de la tarde se hablaba de cuatro niños, y minutos más tarde se dijo que eran cinco.
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Al lugar arribaban personas para poner a disposición de las fuerzas armadas gatos hidráulicos y tubos para introducirlos en los boquetes que se realizaron con el propósito de que los rescatistas se introdujeran en ellos y sacaran a los niños.
Después de las 11 de la noche un aire pesimista envolvía de nuevo el ambiente: el oficial mayor de la Marina, el almirante José Luis Vergara, decía en MILENIO Televisión que Frida Sofía estaba viva, pero que a sus hombres no “les consta” que haya más niños vivos ni cuántos serían. Se mostraba optimista por el inminente rescate de la niña, pero nada más.
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Era un vaivén. Un bamboleo emocional. De pronto los rescatistas se mostraban optimistas, pero los demás no. Conforme pasaban las horas la esperanza de encontrar con vida a los niños disminuía.
Y venía lo más feo. Después de la 1 de la mañana del martes 20 de septiembre ya no había buenas noticias: los cuerpos de varios pequeños que estaban bajo los escombros se encontraban sin vida. Uno a uno los padres de familia eran llamados para identificar los cadáveres. Caras desencajadas rompían en lágrimas y gritos de dolor al reconocer un zapato, alguna ropa, o cualquier parte de los pequeños cuerpos.
Se lanzaban maldiciones lo mismo que plegarias a Dios pidiendo que lo que estaban viviendo no fuera cierto porque, gritaban, “los padres no deben enterrar a sus hijos”.
“Era la mejor de la clase”, lamentaba el padre de Paola Mirella Jurado. Ella fue encontrada a las 5 de la mañana, 16 horas después del sismo de magnitud 7.1.
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Pero no todo era dolor por niños. Otro hombre buscaba a su esposa, María Reina Dávila, de 32 años de edad. Ella era la trabajadora de limpieza, no solo del colegio que albergaba a casi 400 alumnos, sino de la casa de la directora y dueña del colegio, que se encontraba en el cuarto piso del mismo lugar. Habían pasado más de 24 horas y de María no se sabía nada.
Lo mismo pasó con Mónica Blanquet, de siete años, quien estudiaba segundo grado de primaria: su madre pasó por la calle Rancho Tambirero gritando su nombre, buscándola, reclamando verla, como si las escombros se la pudieran devolver. Al transcurrir las horas, la madre de Mónica se paseaba por la calles, pálida, como un fantasma.
Todos sufrían. La atención por crisis nerviosas no solo se brindaba a padres y familiares de las personas atrapadas; un paramédico requirió apoyo psicológico y tanatológico en el lugar porque no pudo soportar que de las nueve personas que rescató, ocho estuvieran sin vida.
Esto quebraba hasta a los más duros. Algunos soldados dejaban rodar lágrimas por sus mejillas y una joven marino fue atendida por crisis nerviosa al pasar de las horas oscuras de los cuerpos sin vida. Paramédicos y voluntarios se abrazaron en algunos momentos, rezaron y lloraron juntos por los pequeños del sismo. Eran las lágrimas que nadie contuvo.
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El hombre de casco y tapabocas ponía los puños en alto y hubo un silencio total. Quince minutos después lo volvía a hacer. Dos, tres, cuatro y hasta 15 veces repetía el ademán en menos de una hora. La multitud que lo rodeaba lo imitaba y todos callaban con la esperanza de salvar al menos una vida.
Es el lenguaje que emerge de la tragedia. Cientos de personas siguen congregadas aquí para remover los escombros que dejó el terremoto del martes pasado. Todos tienen la urgencia de quitar piedras y sacar niños que no pudieron escapar del edificio.
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Pero en esta misma urgencia se necesita orden y los puños en alto es señal de silencio absoluto para identificar si entre las toneladas de cemento hay un grito de ayuda, un quejido, un llanto, hasta un ligero suspiro. Por eso todos obedecen, callan y no se mueven ni un paso. Aquí se oyen caer hasta unas llaves. El silencio estremece. Hay padres de familia desesperados, empleados del colegio, voluntarios, soldados, marinos, vecinos, reporteros, fotógrafos, camarógrafos, perros, picos, palas, trascabos, camiones, plantas de luz.
Y no hay ruido.
Luego los rescatistas se agachan y meten medio cuerpo entre los escombros para intentar escuchar mejor. Sin suspender el silencio verbal apuntalan estructuras a toda prisa, se meten más en las fauces del infierno sísmico, e intentan escuchar algo. Nada.
Cuando el rescatista baja los puños se pierde el hechizo. En automático, se encienden las plantas de luz, reanudan las cadenas humanas que sacan piedras con cubetas, los motores se reinician, la gente vuelve a gritar pidiendo herramientas, ofreciendo comida, formando múltiples brigadas de apoyo o enlistando el material médico que se necesita.
Y luego vuelve el silencio otra vez. El silencio del rescate. De la esperanza de un rescate.