“La felicidad puede encontrarse incluso en los tiempos más oscuros,siempre y cuando uno recuerde prender la luz”.
J.K. Rowling vía Albus Dumbledore.
Harry Potter y el prisionero de Azkaban
Vivo en la sociedad que inventó el tiempo libre asalariado moderno, por lo que asimilarme a su cultura laboral implica tener planes recreativos los fines de semana. A fines del siglo XIX, de acuerdo a la BBC, los sindicatos británicos ya recomendaban a los trabajadores hacer pequeños viajes al campo, deleitarse en los placeres de la jardinería o simplemente disfrutar de la luz del sol durante los sábados y domingos. Como yo vivo ya en el campo, la nieve impide hacer mucho más por mi jardín hasta la primavera y me he resignado a no ver el sol después de las tres de la tarde, mi mejor opción para el último fin de semana de mi semestre laboral fue realizar un viaje más urbano.
Y así fue que, después de participar en mi primera huelga sindical para exigir pensiones más dignas (la protesta de la University and College Union fue, por supuesto, muy educada y sin tomar las calles para no correr peligro), el fin de semana pasado decidí atravesar Escocia en tren para aventurarme a explorar el centro de la civilización inglesa: Oxford y Londres.
- Te recomendamos Christopher Domínguez Michael: “La crítica o es libre o es catecismo” Laberinto
Este verano, mientras recorríamos una pequeña ciudad alemana cuyo intrincado nombre no viene a mi memoria ahora, un respetado historiador de viajes me dijo que todo viajero debe vivir alguna vez una experiencia de príncipe y otra de mendigo. Creo que yo experimenté ambas en mi fin de semana inglés. De ida, partí a la medianoche en un cómodo sillón-cama del Caledonian Sleeper, un tren que cruza durante la noche gran parte de este Reino Unido. En la bolsa que contenía un antifaz para dormir y otras inesperadas amenidades se leía “Disfrute de la forma más civilizada de viajar entre Inglaterra y Escocia. Duerma plácidamente mientras el mundo iluminado por la luna pasa a su lado y despierte fresco, relajado y listo para partir” (como es un tren elegante, imagino que la compañía me hablaría de usted en español, pero como saben el inglés es más igualado con la primera persona del singular). Y justo así llegué a Inglaterra, cuando el mayordomo del vagón me despertó después de dormir acurrucada en mi mantita, protegida del frío invernal.
De regreso, mi viaje tuvo mayor parecido con el de un autobús pollero mexicano. Debido a otra huelga sindical de mayores alcances —la de la industria ferroviaria— mi largamente planeado tren Londres-Edimburgo se canceló y para llegar a tiempo al trabajo (y a las celebraciones navideñas oficinescas) me vi obligada a tomar el siguiente tren disponible, que albergó lógicamente al doble de gente. Me fui de pie durante más de la mitad de las siete horas de viaje, en las que tuve bastante tiempo para lamentar mi decisión de no tomar avión solo por razones ecológicas (viajar en tren reduce la huella de carbono en 80%) y románticas (las historias sobre trenes europeos afectan la imaginación). Pese a la incomodidad, el tedio y el evidente riesgo de contagio de Covid, los pasajeros sin asiento formamos una comunidad solidaria y humorística: una estudiante de biología hacía turnos conmigo para sentarnos a estirar las piernas entre maletas, un jubilado de York ofrecía datos curiosos sobre las poblaciones que íbamos pasando, un joven desempleado nos compartió su comida chatarra y Elizabeth, una simpática bebé de 18 meses que encontró el más cómodo de los rincones para jugar con su osito, se despidió sonriente de todos al bajar con sus padres en Newcastle.
Entre un tren y el otro, sin embargo, lo que me esperaba era un anhelado tiempo de celebración. Porque a eso iba, a celebrar sólo porque sí, porque —con todo respeto para quienes eligen otros estilos de vida— una de las ventajas de ser soltera y sin hijos es que puedes viajar sola y solo para ir de fiesta casi en cualquier momento.
Seis horas y un café con leche después de subirme al tren en Leuchars, la desolada estación más cercana a mi casa, ya estaba en Oxford, donde mi amiga la socióloga polaca Kassia Doniec me esperaba para pasar un día lamentando nuestro ajetreado presente laboral y recordando nuestro pasado estudiantil mientras recorríamos antiguos colegios buscando su equivalente a los de nuestro Cambridge. Por la noche celebramos nuestro reencuentro con una cena formal (que en Oxford se llaman High table) en Nuffield College, su nuevo colegio, donde además se celebraba el fin del año académico. Y sí, esas cenas sí son como en las películas y en las novelas basadas en la mitología Oxbridge: aperitivos en una sala exclusiva para fellows; largas mesas de blancos manteles en un antiguo hall diseñado especialmente para estos rituales culinarios que se repiten desde hace siglos; tres tiempos de refinados platillos muchos cubiertos al lado, copas para cada tipo de vino, y mucho vino, luz de velas, estrictas normas de etiqueta, esperar a que el director del colegio se vaya y luego seguir nosotros, los profesores, para que luego los alumnos puedan retirarse. Luego más vino (queda claro que el vino se toma muy en serio en estos eventos), quesos y postres en una sala más íntima, que no por eso deja de ser igualmente rebuscada y elegante en su decoración. Y después lo de siempre: salir desesperadamente de esa burbuja atrapada en el tiempo a buscar el pub más cercano y mezclarse con el pueblo, es decir, con los miembros de otros colegios de los alrededores, pero ya sin las togas, los tacones y las corbatas.
En el bien llamado Oxford Retreat bailamos al ritmo de un DJ que parecía sacado de una boda latina noventera: era noche de reguetón y, a decir por lo atestado del lugar, media universidad había ido a celebrar ahí lo que fuera. Cuando en medio de las mayores restricciones viajeras de la pandemia tomé un avión casi vacío de México a Alemania, no imaginaba que algún día volvería a estar rodeada de gente desconocida y disfrutarlo.
Después de pasar meses aislada en el campo, me sentí provinciana de nuevo cuando a la tarde siguiente Kassia y yo tomamos el tren a Londres y al llegar a la estación de Paddington nos adentramos en el Tube (el metro londinense) para luego salir a sumergirnos en los ríos de abrigos oscuros en movimiento sobre Oxford Street. La gente ya no dejó de rodearme, iluminados todos bajo las estrellas artificiales de las decoraciones navideñas y los aparadores atrayendo a las compras navideñas. Comimos lo que encontramos a nuestro paso en el bullicioso Convent Garden para dirigirnos al este de Londres a nuestra siguiente celebración: la fiesta de cumpleaños de nuestra amiga la matemática hindú Meghna Chowdhuri y su gemela Rachna (tan idénticas que no dejo de confundirlas). Esa noche cambié el reguetón por la música de Bollywood, pero mis movimientos fueron casi los mismos: la música hindú es tan libre que puedes bailar como quieras (o al menos eso me dijeron los amigos de Meghna porque era la única occidental que se atrevió a bailar con ellos sin cuestionarse la coreografía).
Obsesionada por aprovechar al máximo el tiempo para mi investigación, durante mi doctorado no me daba tiempo para leer casi nada por placer. Sin embargo, ante la incredulidad de mis amigos científicos que no lograban entender cómo estudiando literatura nunca había leído Harry Potter (sospecho que algunos incluso eligieron Cambridge para sentirse en la novela), prometí que leería a Rowling cuando entregara mi tesis. No había terminado el primer volumen cuando ya había entendido que Hogwarts era Cambridge y/o Oxford.
Más allá del evidente privilegio que implica tener un lugar en las dos universidades más antiguas de UK, lo cierto es que los colegios de Oxbridge funcionan como una segunda familia y solo quien ha estado ahí (o quien haya leído Harry Potter) puede entenderlo. La vida en los colegios es quizá el último rastro, bastante secular ya, de la antigua vida monacal en claustros que está en el origen de las universidades. Mientras que en los departamentos y centros de investigación se ofrecen las clases de las distintas disciplinas, los colegios son los espacios donde habitan los estudiantes, y bastantes profesores también, por lo que la convivencia cotidiana se vuelve ineludiblemente más estrecha y comunitaria. Los colegios motivan la vida social más allá del estudio a través de eventos en sus salones, comidas diarias en sus cafeterías y amenos lugares para el estudio, descanso y diversión. El multicultural y diverso Fitzwilliam College se convirtió en el espacio más doméstico que pude tener durante mi tiempo en Cambridge. Quizá por ello puedo llegar a los nuevos lugares de mis amigas de college y saber que son también mi casa: al hacernos desayuno en cualquier cocina que es siempre la misma, tomar el té en las tazas que conservamos con cariño o intercambiarnos accesorios mientras nos arreglarnos para salir a celebrar una vez más, lo que sea, sabemos que hemos vuelto a estar en familia. Nunca imaginé terminar este pandémico año 2022 en Reino Unido, como hace un año tampoco imaginé estar en Berlín; no obstante, al contrario de mi estancia alemana donde no alcancé a dejar de ser turista, volver a esta isla ha sido volver a mi segunda casa. Felices celebraciones.
AQ