El primer volumen de relatos de la narradora estadunidense Lauren Groff (1978), Delicate Edible Birds, apareció en 2009. Después de adentrarme en los dos libros que hasta la fecha ella ha consagrado a este género me queda claro que es una de las cuentistas más avezadas y diestras del actual panorama literario en lengua inglesa, abigarrado como pocos en el planeta.
Dueña de un ojo y un olfato admirables, Groff es capaz de transitar con soltura entre la ficción histórica —la epidemia de influenza española que azotó Nueva York en 1918, registrada en el bellísimo “L. DeBard and Aliette”, o la Francia ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, que sirve de telón de fondo al estrujante texto que da título a la colección— y la contemporaneidad más inmediata capturada por ejemplo en “Blythe”, retrato feroz de la feminidad que pugna por librarse de las ataduras impuestas por el sistema patriarcal y el American way of life.
Impecables mecanismos que operan como cargas de dinamita cuya explosión se ha programado con minuciosidad, los nueve cuentos que integran Delicate Edible Birds evidencian los alcances de un género narrativo que goza de excelente salud pese a la insistencia de los grandes grupos editoriales por hacerlo a un lado para privilegiar la novela en las mesas de novedades. Hay dos relatos que me parecen particularmente geniales, dignos de figurar en cualquier muestrario futuro del cuento del siglo veintiuno: “Sir Fleeting”, seguimiento de la pasión que una mujer profesa por un hombre misterioso a través de casi toda su vida, y sobre todo “Watershed”, disección inclemente aunque hermosa de una relación de pareja condenada a la tragedia. Quien busque nuevas y potentes voces narrativas no debe titubear en acudir a Lauren Groff, que también ha descollado como novelista con títulos como Fates and Furies (2015) y Matrix (2021).
La segunda colección de relatos de Groff, a quien no conocía antes de la irrupción del covid-19 en nuestras vidas y que para mí ha sido uno de los mayores descubrimientos literarios de la época pandémica, se publicó diez años después de Delicate Edible Birds. Compuesto por once textos que se desempeñan como otras tantas partes de una precisa maquinaria narrativa, Florida (2019), que resultó finalista del National Book Award, es un libro envidiable de principio a fin.
El estado norteamericano que le da título funciona como locus geográfico pero también, y quizá esto es lo más destacable, como una zona anímica que va estructurando a personajes que parecen moverse siempre entre las reverberaciones de un calor tan físico como psíquico hasta cobrar una (in)consistencia de espejismos. De las niñas abandonadas que deben sobrevivir en una isla salvaje en “Dogs Go Wild” —verdadera pieza magistral— a la mujer cuya historia sale a flote en medio de un huracán en “Eyewall”; de los matrimonios amigos que enfrentan sus grietas en “For the God of Love, for the Love of God” a la cazadora de aventuras sexuales en Brasil que protagoniza “Salvador”; de la chica universitaria que decide convertirse en vagabunda en “Above and Below” a la novelista que acompañada por sus dos hijos va a la caza del espíritu de Guy de Maupassant en “Yport” —otra de las joyas del volumen—, las criaturas de Lauren Groff batallan con la pérdida y la soledad, con el dolor soterrado y la rabia a flor de piel, con los fantasmas del pasado y los espectros del presente, con las múltiples opciones tortuosas que ofrece la existencia, intentando salir adelante en un mundo que se desgaja a su alrededor sin que nadie logre controlarlo. En ese desgajamiento, sin embargo, hay cabida para una belleza de enorme intensidad que brota con diferentes fulgores entre las fisuras de la realidad más crasa y cotidiana hasta transfigurarla en una jungla poblada de tesoros. Estamos, qué duda cabe, ante un triunfo genuino del cuento contemporáneo.
Entré en contacto con la obra del irlandés Keith Ridgway (1965) gracias a su delirante y deslumbrante cuarta novela, que constituyó toda una revelación para mí. Decir sin más que Hawthorn and Child (2012) es una novela, no obstante, es hacer flaco favor a este libro inclasificable que busca y localiza nuevas formas de narrar lo extraño, lo perturbador, con una ironía oscura y poderosa que no deja de sorprender a través de los ocho capítulos o relatos —imposible e incluso inútil definirlos— que lo componen. Decir que Ridgway ha creado una pieza bien aceitada del género noir es también faltar a la verdad: lo que leemos es una novela policiaca que no es una novela policiaca sino las esquirlas punzantes que quedan después de que un dinamitador profesional ha hecho estallar la novela policiaca desde dentro. Esas esquirlas se hallan unidas, eso sí, por dos detectives que deambulan permanentemente al filo de la incertidumbre: Hawthorn, blanco y homosexual y propenso a enigmáticos ataques de llanto en medio de su soltería promiscua, y Child, negro y guapo y casado con una mujer que cuida su cocina como un reino. Por órdenes superiores esta pareja dispareja se encuentra tras las huellas de un líder criminal llamado Mishazzo, una especie de sombra generada durante un arrebato beckettiano que maneja los hilos de varios personajes desde las tinieblas de un Londres fantasmático y onírico que se destiñe como una acuarela bajo la lluvia mientras sirve de marco a una serie de acciones regidas por el absurdo y la noción del acertijo irresoluble.
Las diversas criaturas con que Hawthorn y Child se topan en su fútil intento por cerrar casos que se deshacen ante sus ojos con la levedad del humo, entre ellos los que se vinculan con el hampa comandada por Mishazzo, están animadas por una excentricidad que les concede una existencia trepidante en el margen social donde trajinan sin tener una idea clara de la dirección que les corresponde tomar. Ridgway es un experto del enrarecimiento y Hawthorn and Child lo confirma con creces.
El libro más reciente de Ridgway es un auténtico golpe maestro: gana por nocaut, para acudir a la célebre sentencia de Julio Cortázar. Se trata no sólo de una de las mejores colecciones de cuentos que he leído en lo que va del siglo veintiuno sino de una propuesta que hace volar en pedazos las convenciones narrativas que tanto gustan al saturado mercado editorial para plantear una novela astillada compuesta por nueve capítulos —llamémosles así— que funcionan a la perfección tanto de manera independiente como interrelacionada. Porque lo que plantea A Shock (2021), cuyo título es un leitmotiv que asoma la cabeza en distintos momentos estratégicos de las tramas que se entretejen con notable habilidad literaria, es una red de personajes que se mueven contra el telón de fondo del Londres contemporáneo, si bien es un Londres surcado por fisuras que se ensanchan para granjear el acceso a una inquietante realidad alterna que se puede manifestar a través de una rata que quebranta la falsa bonanza matrimonial, una habitación secreta en un departamento de donde una pareja homosexual se ha esfumado sin dejar rastro o una inexplicable invasión de ratones en el pub que funge como centro de entrecruzamiento y reunión de varios de los protagonistas que cumplen con sus rituales cotidianos sin ser demasiado conscientes de que el suelo que pisan es menos estable de lo que aparenta.
Sostenidos por una prosa vibrante que patentiza un oído bien afinado para los diversos registros coloquiales y una marcada inclinación hacia la mordacidad más aguda, los nueve textos de este volumen en verdad espléndido son otras tantas muestras de lo rara y angustiosa que puede resultar la vida diaria cuando es enfocada por una lente escritural que capta esos rincones a los que no solemos prestar atención y en los que se acumula el polvo de lo anómalo y lo desconocido. Keith Ridgway ha conseguido una obra esencial del género cuentístico que se cuela como roedor insidioso al género novelístico para carcomerlo desde las entrañas.
AQ