La Revolución Industrial
hizo muchas promesas
y no cumplió ninguna.
No logró terminar
con el brutal trabajo físico
de millones de trabajadores en el mundo.
No consiguió una sociedad
de bienestar y de satisfacción general
donde las máquinas se encargaran de casi todo.
Pero, de todas las promesas que no cumplió
tal vez la más lacerante
fue la de acabar con la pobreza.
Las 2 mil personas más ricas del mundo
tienen hoy en día más dinero
que los 4 mil millones y medio
de seres humanos más pobres juntos.
Sin embargo, la Revolución Industrial
sí cumplió, y con creces,
dos promesas que no hizo nunca:
No aumentó la expectativa de vida
—al menos en el corto plazo—
pero sí provocó una explosión
demográfica sin precedentes
gracias a ciertas medidas de higiene básica.
Y aunque los pobres siguieron
abarrotando las ciudades y el campo
sí llevó la buena nueva
hasta el último rincón de la Tierra:
No solo es posible, sino necesario,
acabar con la pobreza.
De aquí el éxito de Marx.
Ninguna filosofía, religión o doctrina tradicionales
habían prometido jamás semejante cosa.
En los Evangelios no solo no hay
una sola mención de este programa social
sino que, por el contrario,
se hace una apología de la pobreza.
Solo que —y esto hay que subrayarlo—
se trata de una pobreza de espíritu.
Por eso el Maestro Eckhart
(que se salvó por un pelo
de ser sentenciado por la Inquisición)
insistía en este punto:
“El hombre debe ser tan pobre
como para que no quede en él
ni siquiera un lugar para Dios”.
AQ