¡Un pueblito a tan solo hora y media de Monterrey que te hará sentir como en Suiza!
Así gritaba el anuncio de bienes raíces que invitaba a unas cabañas en las montañas.
Con cierta frecuencia aparece este tipo de anuncios. Otros sustituyen Suiza por Canadá.
Pues mire. He viajado a ambos países. Son muy bonitos, sin duda. Lo que quiero saber es qué coño es esta fijación por querer estar en otra parte. Mi razonamiento es éste: si voy a las montañas de Nuevo León o de Coahuila (cosa que hago con cierta frecuencia) es porque quiero vivir la experiencia que estos lugares ofrecen, no para sentir que emulan otros sitios ni porque me quiero sentir en otra parte. Eso no tiene sentido. El hecho de estar fuera de mi casa y en un paraje rústico ya tiene un efecto revitalizador. Si me quiero sentir como en Suiza, bueno, pues entonces vuelo a Suiza. Hay otro argumento: comparar un sitio en México con Canadá solo porque tiene montañas con pinos es de una simplificación francamente infantil y muy tonta: la geología, flora y fauna, clima e historia son muy distintas. Mida usted la distancia que hay entre México y Suiza y Canadá, y verá que la fórmula no aplica. Además, hay cientos de lugares en el resto del planeta que, según esta comparación, se parecen a los parajes que podemos encontrar en nuestro país. Nada que ver.
El punto es que queremos estar en otra parte, sentir que tenemos otra cultura, otra manera de ver las cosas, ser otras personas, vivir experiencias que no tienen mucho que ver con nuestra historia, nuestra cotidianidad e idiosincrasia, y soñar que somos mejores solo por pretender estar donde no estamos y ser lo que no somos.
Obligado a mencionar el tema del sistema de salud “mejor que el de Dinamarca” pregonado por el lamentable y patético ex presidente López Obrador. Clarísimo. Y ya que mencioné este particular apartado, me gustaría saber por qué este personaje usó de ejemplo a Dinamarca. Supongo que hay otros países que tienen sistemas de salud ejemplares.
Habrá que investigar por qué Dinamarca y por qué no otros lugares como Noruega, Irlanda, Andorra o la Estación Espacial Internacional.
Todo esto me indica que somos una sociedad que ama la ficción; vivimos creando estas fantasías que convertimos en caricaturas de nuestra propia realidad, nos regocijamos en este onanismo grotesco y vulgar donde emular lo otro, lo distinto, lo deseable –pero inalcanzable–, aquello que contiene destellos quiméricos que solo valen justamente como eso, y que revelan de manera tan obvia no solo nuestra pretensión de ser otra cosa sino, algo mucho peor, negar lo que somos, es lo ideal.
Ya, en serio.
No es viable ni justo compararnos con nadie. Menos con culturas con las cuales tenemos tan poco en común. Tal vez convenga establecer algunos modelos comparativos con países latinoamericanos y, en un descuido, con España, pero no serviría de mucho. Lo que pienso que debemos hacer aquí es dejarnos de pendejadas, de complejos y de reconocer lo que somos, lo que tenemos y, más importante, lo que podemos lograr, y dejar los bosques de Suiza y Canadá que sigan con sus maravillosos paisajes y que Dinamarca goce de su ejemplar sistema de salud.
No estamos listos para ser nosotros mismos porque no terminamos de entender quiénes somos. No podemos vivir lo que nos toca porque no sabemos cómo afrontarlo y resolverlo. La negación de lo propio genera frustración, infelicidad y severos complejos de inferioridad.
La inmediatez se nos viene encima día con día y nos reboruja como una potente ola que nos zarandea de manera violenta e implacable y que, al final, nos arroja a la playa atolondrados y con la boca llena de agua salada y arena.
No podemos con nuestra propia realidad. Y esa realidad nos va ganando, nos atropella.
Tiene que haber algo muy divertido, muy trascendente o muy práctico detrás de todo esto. Porque si no, hay algo profundamente jodido en esta actitud.
Algo incomprensible e injustificable. Una evidente y progresiva autodestrucción.