Preferimos dejarnos llevar por decisiones basadas en corazonadas, creencias absurdas, realizaciones místicas, hábitos ridículos e improcedentes, y opiniones de idiotas
¿Leíste las instrucciones?–, preguntó el papá, inquieto. –No–, respondió el niño y agachó la cabeza. Las luces no prenden y el motor no hace ruido. –Con unos golpecitos lo echamos a andar, ya verás–, dijo el tío alcohólico, y así lo hizo. Ahora algo suena dentro del juguete: una pieza está suelta. Se acerca el otro tío, el sabelotodo: –A ver, yo lo arreglo–, dice con voz calma, pero firme. Saca su navaja suiza, le quita los tornillos de la parte de abajo, retira la base, se pone los lentes, pide que le echen luz con el celular e inspecciona las entrañas de aquel artefacto. –Alúmbrale aquí–, ordena. Comienza a mover cosas. –Ah, ya vi dónde está el problema–, corta un cable, reacomoda un engranaje, une dos cablecillos de colores y asiente. –¡Listo!–, concluye triunfante. Coloca la tapa en su lugar, pone el juguete sobre la mesa, todos se acercan, ansiosos. Pulsa el botón de encendido y ¡chispas! ¡ruido raro! ¡olor a quemado! Ahora si el juguete está completa y totalmente fastidiado. –¡Lo echaste a perder!–, denuncia el niño, alterado. –¡No, venía defectuoso!–, responde el padre. Claro, esa debe ser la razón, por qué pensar de otra manera. Después de la Navidad fueron a la tienda e intentaron regresar el producto. Reclamaron la garantía. El servicio técnico advirtió –de manera muy obvia y obscena–, el desastroso y caótico reacomodo de la vísceras eléctricas y mecánicas del juguete. La garantía, pues, quedó sin validez. La familia, indignada. Llamaremos a la Profeco, ya verán.
Este innecesario drama navideño pudo haberse evitado si se hubiera consultado el folleto adjunto, uno que dice ¡instrucciones! Pero no lo hicieron.
En México hay cosas que no sabemos hacer. Ahorrar o cuidar el dinero (no tenemos educación financiera), dejamos atrás el civismo y las buenas costumbres (somos esencialmente un país de salvajes atrabancados), no ponemos atención a lo que nos dicen, porque estamos seguros de que sabemos más que otros. También somos escandalosamente más simbólicos y figurativos que prácticos: nos inclinamos casi siempre por las representaciones y significados, más que por la practicidad, la viabilidad y la obviedad de las cosas y las circunstancias. De esa manera preferimos dejarnos llevar por decisiones basadas en corazonadas, creencias absurdas, realizaciones místicas, hábitos ridículos e improcedentes, y opiniones de idiotas e ignorantes. Ah, y desde luego: ¡Leer las instrucciones! ¿Sabe qué es lo que más se encuentran los de la basura la mañana del 25 de diciembre y el día 7 de enero? Eso: los manuales, las instrucciones y las hojitas de garantía y servicio técnico.
Somos impulsivos, desbocados, irreflexivos y, además, contestones. Nos afectan la ansiedad y las ansias. Por ello confiamos ciega e irracionalmente en que la mayoría de las cosas son automáticas y funcionan solas y por sí mismas. Usted lo ha escuchado: “Por personas como tú es que el shampoo tiene instrucciones”.
Hay un cuento de Isaac Asimov titulado “Inserte la perilla A en el orificio B”. Trata de dos astronautas que trabajan en una estación espacial y se viven quejando de que nada funciona allí. La razón era que todos los equipos llegaban desarmados y ellos, con sus limitadas capacidades, debían ensamblar tales equipos, con los resultados consabidos. Se quejaron y en la Tierra decidieron resolver, enviándoles un novísimo robot capaz de ensamblar a la perfección todos los equipos y aparatos que llegaban, por lo cual los astronautas se sintieron aliviados. Al tiempo llegó el maravilloso robot; emocionados, lo desempacaron. Para su sorpresa, venía desarmado en 500 piezas, un manual borroso y con instrucciones ambiguas para ensamblarlo.
A todo esto, ¿hay instrucciones para vivir? No del todo, recomendaciones basadas en experiencia y conocimientos acumulados, leyes y observaciones prácticas fundamentadas en el sentido común, pero hasta ahí. Lo demás son conjeturas, aproximaciones, necedades, supuestos y fantasías. Y qué bueno que no existe semejante manual, porque nadie se pondría de acuerdo en sus propuestas y, además, nadie lo leería realmente.