Me voy

Monterrey /

El tipo lo tiene todo: esposa, hijos, grupo de amigos, carne asada los sábados, le va a uno de los dos equipos locales de futbol, tiene un trabajo estable y bien pagado, sale de vacaciones dos veces al año, tiene mascota y hobby, seguros de vida, Netflix y redes sociales. Nunca ha tenido problemas serios o notables en su familia, no se mete en problemas, es más bien discreto y en su colonia los vecinos lo aprecian, saludan amablemente y lo tienen por buena persona.

Esa tarde, en la carnita asada, las cosas cambiaron. Uno de esos amigos jipiosos le compartió su experiencia con drogas psicodélicas; le habló del LSD, de los hongos, el peyote y la ayahuasca. Ah, esa última captó su atención. ¡Quiero saber más de ella! Espetó, emocionado y curioso. Entonces el amigo jipioso lo invitó un fin de semana a un temazcal en la sierra y allí se entregó al viaje.

Las cosas comenzaron a cambiar. Progresivamente se fue convenciendo de que toda esa vida que llevaba era una simulación, una maquinación perversa creada para explotarlo, esclavizarlo, para alienarlo de sí mismo, de sus emociones más profundas y puras, de esa otra realidad, increíble y maravillosa que siempre había estado allí, esperando a ser descubierta. Pues él había tenido suficiente de todo eso. Se sentía atrapado, como fabricado en un molde, coercionado, condicionado a vestir, hablar, pensar y actuar de maneras que nada tenían que ver con él, su carácter, sus anhelos. Esto debe terminar, de tajo. En los días que siguieron, su comportamiento se tornó irracional e impredecible. Un día confrontó a su mujer: soñó que le era infiel. Ella rechazó semejante acusación y lo invitó a conservar la cordura. –Es solo un sueño–, le dijo con voz calma. Pero para él, un sueño era tan real como cualquier otra experiencia, por lo que la infidelidad quedaba claramente demostrada. Conductas de este tipo se hicieron más frecuentes. Así, luego de varias semanas de comportamientos erráticos y de confusas introspecciones, convocó a su familia: –Me voy–, anunció en tono grave y decidido. La familia lo miró en silencio, pues no se esperaba algo así. En sus rostros se reflejan tonos de angustia y desconcierto. Estaba en la sala, con una maleta y un sombrero. La mujer le dijo: –Espera, no te puedes ir así nada más... tus hijos necesitan de tu presencia, tu imagen. Me llevo solo esta maleta, la camioneta y una tarjeta de débito. Todo lo demás es tuyo. Hay suficiente dinero en la cuenta. Adiós.

Hay gente que se vuelve loca, con o sin razón. Un día se flipan y ya no regresan. Esta vida no es para todos, hay quienes no pueden con ella. La vida uno tiene que aprender a vivirla de la mejor manera; ni es fácil ni se garantizan resultados favorables. Se vive con lo que se tiene. También hay personas que no pueden con las drogas, principalmente por su constitución neurológica. Y aunque es fácil y cómodo echarle la culpa a las drogas, lo cierto es que el carácter de la persona y las circunstancias por las cuales esté pasando pueden determinar sus acciones. Es evidente que estamos naturalmente chiflados, unos más que otros. Y eso no se cura con nada.

Su esposa apuntó: –Hubiese preferido, mil veces, que me dijera algo sensato, algo creíble, algo como “Estoy viendo a alguien más” o “Siento que esta relación no va a ninguna parte y necesito estar solo”, pero no: él decidió largarse porque una estúpida droga le removió las neuronas y un gurú charlatán lo manipuló y convenció de dejar todo: “Me voy”, dijo, sin más, y se fue.

Dos años después enviaron a un abogado de la familia a buscarlo para intentar meterle sentido y regresarlo. Lo encontró en una playa en el Pacífico, viviendo en una comuna. Se le acercó, conversó con él un rato y se retiró. Reportó que era prácticamente otra persona. Su físico había cambiado, su mente era otra. Había logrado aniquilar efectivamente al maniquí animado que había sido. –Le pregunté si necesitaba ayuda y me contestó que quienes requerían ayuda éramos todos nosotros, él había encontrado finalmente el amor, la verdad y la luz. Cuando le pregunté por qué se había ido, contestó: “No me fui: nunca estuve realmente ahí”. Hay gente que se va y nunca regresa.


  • Adrián Herrera
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