En unos días se termina el año. Y qué bueno. Mire, el año pasado, en el último artículo del 2023 escribí lo siguiente:
“Se acabó el 2023. Qué bueno. Fue un año terrible. Cuando estaba para finalizar el 2022 pensé algo así como –el año que viene pinta bien y las cosas saldrán mejor–. Pues no fue así. Empeoraron en todos los sentidos”.
En las últimas semanas he estado abogando por asumir una actitud más optimista y una postura de trabajo, de riesgo y de tener paciencia. Lo he estado haciendo porque se necesita. Porque el país está tirado al perro y la gente, en general, no tiene iniciativa para salir adelante.
Mido mis días por las cosas que hago, lo que logro. No sé si me sentí bien, si fui feliz o si, al final del día, sentí que había sido un gran día. Son mamadas. Me fijo en las cosas que quiero hacer, en mis proyectos, no en mis sentimientos. Ya había dicho en otro artículo que me voy más por hacer que por vivir de manera espontánea y dejar que las cosas pasen. No soy de esos. Porque en mi casa nos enseñaron a trabajar, a crear, a desarrollar cosas. Siempre lo he hecho y no estoy, a mi edad, para cambiar ni de punto de vista ni de estilo de vida. Y sí: estoy convencido de que el dinero es la felicidad. Por lo menos una fuente importante de la misma. Porque el sistema en que vivimos no nos permite andar de huevones, inspirados, alucinados, improvisados y optimistas radicales. Pienso que si nos tenemos que poner a trabajar, entonces hay que generar algo, no solo dinero, algo útil, práctico o que procure algún tipo de cambio, que haga una diferencia, aunque sea mínima. Todo lo demás es supervivencia.
Por eso todas esas mamadas de “Feliz año nuevo”, “Mis mejores deseos” y citas parecidas no significan absolutamente nada para mí. Hace poco se le murió la mamá a un amigo. Por WhatsApp le mandé condolencias. No me gusta decir más de lo que se debe, porque no es creíble y porque son muletillas desgastadas que se usan solo para llenar estos huecos creados por el consenso, por las costumbres, por la flojera de decir otra cosa. Mejor nos aferramos a esas roídas y viejas fórmulas, y nos quitamos el problema de encima.
Me he vuelto mucho más práctico, huraño –hostil no, por fortuna– encerrado en mis asuntos y notablemente más antisocial de lo que ya era. He perdido empatía por muchas cosas que antes sí me despertaban algún tipo de reacción y hoy cualquier evento social me genera mareos y neuralgias, y los evito a toda costa. No quiero amigos nuevos –más bien me estoy deshaciendo de algunas amistades que vengo arrastrando por inercia desde hace décadas– y no me interesa ni meterme en las vidas de otros ni que me molesten con pendejadas y comentarios tontos sobre mi apariencia, mis post en redes sociales o sobre mis creencias. Especialmente estas últimas, pues quienes opinan no son conscientes de sus propios puntos de vista, sus convicciones y posturas, luego carecen de capacidad reflexiva, solo reaccionan ante los influjos de sus traumas, de sus obsoletas y anacrónicas enseñanzas y “principios”, y en sus primitivas emociones que no comprenden ni cuestionan, ni tienen interés por hacerlo. No sirven para nada.
Por eso este año que viene no significa nada distinto a otros años: solo una continuidad de lo que ya venía haciendo. Póngale el numerito que quiera, dese de topes en la cabeza contra un muro de concreto por no haber cumplido sus metas el año pasado y entienda que nada de eso es real: ni los propósitos, ni las predicciones, ni las oraciones, y tampoco viene al caso “ponerse en las manos de Dios” o el fatídico y pernicioso “a ver cómo nos va”. Lo único que reconozco es que seguimos aquí y que o nos ponemos a trabajar, o nos carga el payaso. Y no quiero vivir valiendo madre y con el Jesús en la boca. Quiero sacar adelante mis cosas, no meterme en problemas y que me dejen en paz. Y si lo que hago le sirve a alguien de motivación, pues qué bueno. Tome lo que quiera y sea feliz, coño.