Este señor se sienta todas las tardes en el porche de su casa a tomar alcohol. No escucha música, no conversa con nadie, no checa su celular y ciertamente no le presta atención a su mujer, que se la pasa pegando de alaridos dentro de la casa, quejándose de todo y culpándolo de todo lo malo que le ocurre a ella y a la casa.
Ese día me acerqué y le pregunté qué hacía. –Viendo el tiempo pasar–, contestó, mientras le daba un ruidoso sorbo a su bebida y contemplaba un punto vacío en el cielo.
Me deja pensando. El tiempo no se puede ver. Es más, ni siquiera se puede sentir. Es una apreciación rara, subjetiva y relativa, porque cuando uno fuma mariguana, el tiempo se ralentiza de manera curiosa y hasta absurda, en tanto que si uno se ocupa fervientemente en algo, el tiempo vuela. Lo bueno de todo esto es que hay relojes que nos alinean con las rotaciones astrales, de otra manera viviríamos felices y despreocupados.
No hacer nada es bueno. A veces. El ocio es una invitación a que se presenten, de manera espontánea, ideas y prefiguraciones que podrían ser importantes. Y el ocio tiene una íntima relación con los sueños, los cuales nos revelan cosas solo posibles en esos brumosos y distorsionados mundos. Ambos procesos manejan el tiempo de manera distinta. El ocio no es, contrario a lo que se cree, una actitud pasiva. Es un estado latente. En su ejercicio ocurren cosas importantes. El asunto está en advertirlas. En los sueños ocurre algo parecido; el cerebro procesa información obtenida por los sentidos, se vale de los recuerdos, se asiste de emociones y recurre de nuestras elucubraciones intelectuales para crear escenarios un tanto extraños –aterradores a ratos–, pero finalmente se logran guiones que encierran, sino verdades, por lo menos revelaciones que pueden representar o informar algo notable.
Uno siempre anda con que tiene que hacer algo. Hacer una llamada, atender un asunto que para otros es importante (pero que para nosotros podría no serlo), redactar algo, enviar un reporte, angustiarse por banalidades o simplemente sentir que, en ese preciso momento, debemos estar atentos a recibir una revelación concreta que indique que hay algo muy importante qué hacer y que no se puede dejar para otro momento. Pues es en ese justo momento donde debemos ejecutar el siguiente ejercicio: ¡dejar de pensar que hay que hacer algo! Entonces ocurre la magia: nos relajamos. Y con ello experimentamos no necesariamente una epifanía, pero sí algún atisbo de luz, de sabiduría, la respuesta a una pregunta o cuestión que había quedado pendiente en la parte de atrás de nuestro cerebro. Pero se requiere disciplina para alcanzar tal estado. El ritmo frenético cotidiano no lo permite.
He viajado mucho y visto tanta cosa. Cuando voy a pueblos, ejidos y rancherías siempre hay personas sentadas en sillas, en mecedoras, en las bancas de concreto de las plazas, bebiendo alcohol, y están como estupefactas, en estado cataléptico, como teniendo una especie de catarsis viendo cosas, pensando en algo, tal vez arrebatados por algún pensamiento o quizá arrobados por la nada. No lo sé. Es interesante porque no parecen prestarle mucha atención a lo que está ocurriendo a su alrededor. O tal vez están como los mariguanos, viendo una nube y cómo se va modificando, cómo se va reconfigurando en formas imposibles de asir, de comprender, de definir y delimitar. Quizá nuestra mente sea así. Estos estados de contemplación, ¿qué ocurre en ellos? ¿dónde está la magia?, ¿dónde está la química, la neurología detrás de todo esto?, ¿qué obtienen al final, qué revelación reciben y que no comparten con nosotros?
Todo parece indicar que no hacer nada y beber alcohol es una actividad más profunda y relevante de lo que parece. La observación –y el sentido común– me indican que este procedimiento es mucho más efectivo que la oración, el yoga, la meditación trascendental y la lectura de libros motivacionales de autoayuda y superación.
Mañana mismo comienzo tal práctica y en un par de semanas reporto mis hallazgos.