Pirámide de Cuicuilco. Un lugar silencioso envuelto en ruidos que le son extraños, ajenos. Un sitio olvidado del cual emanan ecos, susurros y temblores ancestrales. Un montón de rocas de lava, monte espeso, insectos, reptiles, mamíferos pequeños y turistas que pasean por encima de las ruinas y deambulan por las veredas como si supieran dónde están o por qué están allí. La pirámide, silenciosa y paciente, aguarda a la hora del cierre y a que caiga la noche, para respirar el polvo de estrellas que cae sobre ella.
Camino por las salas del Museo Nacional de Arte. Creo que es de los mejores museos que hay en el continente americano. Es apabullante. Paseantes van de un lado a otro, sacándose selfies, cuchicheando y jugando a las escondidas. Otros se paran frente a las obras, las miran mientras sus cerebros, vacíos, desconectados y desprovistos de reacción emocional o intelectual alguna se van progresivamente secando. Los cuadros, majestuosos, observan cautelosos y con miradas de sospecha y esperan a que la gente se vaya, y el museo cierre para volver a ser ellos mismos.
¿Cuál es el objeto de todos estos edificios, ruinas, pinturas, libros y obras musicales si nos la pasamos no solo ignorándolas, sino negándolas? Bueno, ignorar es una forma de negación pasiva. Nosotros hemos ido aún más lejos: ir en contra de todo este cúmulo de conocimiento, a destruirlo, incluso. No es nada nuevo, a lo largo de la historia han habido destrucciones masivas culturales, unas por concepto de invasiones, de guerra, otras por temas ideológicos, ya sean políticos o filosóficos, pero lo que ocurre hoy no tiene perdón: destruimos nuestra cultura solo por el placer de hacerlo, porque ya no significa nada para nosotros, porque nadie nos enseñó lo vital que es no solo conservarla, sino vivirla, actualizarla, conservarla. Pues nuestros intereses son inmediatos, banales, superfluos y breves. Ya no concedemos invertir en nuestro futuro, quizá porque hemos perdido la capacidad de entender lo que eso significa. Quizá porque las redes sociales han divergido nuestra atención en esa clase de esquemas vaporosos y con niveles de imbecilidad difíciles de creer, de aceptar.
Conozco gente de todo tipo; unos hacen yoga, otros no creen que el hombre haya llegado a la Luna, otros más se han entregado a la subcultura de la autoayuda y superación, los hay veganos, místicos y alucinados tutifruti. Todos ellos viven estas realidades alternativas, personales, disparatadas, huecas y desconectadas de una realidad social que poco a poco se va desarticulando.
Dice Walter Benjamin:
“...la humanidad se ha visto asolada por una pobreza completamente nueva. Y la opresiva riqueza de ideas que se propagó entre la gente –o más bien sobre ella– con el resurgimiento de la astrología y la sabiduría del yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritualismo, no es más que la otra cara de esta pobreza”.
Benjamin considera que negar la experiencia y evitar conectarla con nuestro patrimonio cultural nos conduce indefectiblemente a la barbarie. Hay que hacer notar este último concepto.
Para la mayoría de las personas, una pirámide, un museo, un libro, una obra de teatro o una pieza musical importante no son más que una especie de muñeco de escaparate, un espectáculo pasivo, muerto y desactivado, cuya única función es, simplemente, estar allí, pero sin pretender despertar una emoción, una idea, un algo con lo cual logremos identificarnos y reaccionar. No son necesarios, porque, sepa usted, tenemos el celular.
Ruinas las que estamos confeccionando ahora mismo con nuestra falta de sensibilidad, visión y acción. La nuestra es ya una sociedad que no ha logrado construir nada, más bien se ha empeñado en descojonar las conjeturas logradas desde hace siglos y en no reconocer la experiencia obtenida, en entregarnos a la inmediatez y en ignorar de manera patente la historia.
En un par de generaciones veremos los funestos efectos de esta actitud monstruosa y obscena: regresaremos a un tipo de barbarie, es un hecho.