Como se temía, una mayoría de consejeros del Instituto Nacional Electoral validó la sobrerrepresentación de Morena y sus aliados y la subrepresentación opositora. Se impuso la letra sobre el espíritu de la ley, que es inducir al gobierno a consensuar los cambios de gran calado o, en buena tesis, las reformas constitucionales. Se privilegió así una suerte de autocracia mayoritaria que despoja a los partidos minoritarios de sus derechos. Y es que la discrecionalidad con la que la 4T podrá modificar la Constitución no derivará solo de su mayoriteo en el Congreso sino también de la impotencia de la oposición, que carecerá del tercio de curules necesario para presentar una controversia constitucional ante la Corte.
México ha retrocedido, en términos de pluralidad política, a los tiempos del priismo hegemónico del siglo pasado. Si eres demócrata y quieres deprimirte, compara el porcentaje de asientos en el Congreso y el número de gubernaturas del PRI hace 30 o 40 años con los que Morena y sus satélites tienen hoy. Y si argumentas que la ventaja aplastante del oficialismo que ahora volvemos a ver es el resultado de la voluntad del pueblo, recuerda que el voto opositor fue del 42% y que su representación en las Cámaras será del 25%. En cualquier caso, ten en cuenta que la vocación autocrática para torcer una democracia se mide por el número y el tamaño de obstáculos que una mayoría impone para impedir que las minorías vuelvan a ganar una elección, esto es, por el grado de irreversibilidad de la hegemonía implantada. Déjame explicarme.
El presidente López Obrador no quiere que haya marcha atrás en su “transformación”. Por eso empuja una serie de contrarreformas a la Constitución para concentrar todo el poder en la Presidencia de la República, algo que solo podrá ser revertido con un triunfo de la oposición tan arrollador como el que él obtuvo. No parece preocuparle, por cierto, que un eventual presidente opositor herede en el futuro esos potentes instrumentos de mando, porque asume que ese escenario será imposible una vez que termine de colonizar el INE y el Tribunal, de desaparecer el INAI, de llenar los tribunales de togas guindas y de teñir del mismo color a las Fuerzas Armadas. Porque ese es su proyecto, no te equivoques: controlarlo todo, construir un régimen de pensamiento único. ¿Por qué no habría de hacerlo, si cree que quien no piensa como él es corrupto y traidor a la patria? Purificar al país, para AMLO, es obradorizarlo. Y condenar a la minoría “conservadora” a la marginalidad ineluctable.
Nada tiene que ver la 4T con la democracia de Locke y Montesquieu; si acaso, se parece a la dictadura obrera de Marx y Engels. La diferencia sería que AMLO no pretende desaparecer las clases sociales sino arbitrar sus contradicciones con una suerte de dictablanda del proletariado cuyo jefe sofoque los intentos de insubordinación de una alta burguesía que come de su mano, y que quiere convertir a la “clase opositora” en lumpen o, mejor, en paria eterna. Y lo peor es que se propone hacerlo transexenalmente. En este sentido nos ha hecho retroceder aún más, 95 años, pues su poder puede equipararse al que acaparó Plutarco Elías Calles en 1929. AMLO, en efecto, perfila un segundo Maximato, un 2M que asegure a la 4T.
La venganza se ha consumado.