Todos los sabemos: el crimen organizado en México es monstruoso en sus dimensiones, poderío y brutalidad. Posee cantidades exorbitantes de dinero y un arsenal que envidian muchos cuerpos policiacos, emplea a miles de personas, controla la economía de regiones enteras y asuela violentamente gran parte del país. Lo potencia la impunidad en la que se mueve, porque mediante su oferta de “plata o plomo” soborna o amenaza, recluta o elimina a políticos, funcionarios, policías, empresarios, juzgadores. Nada de esto es nuevo, salvo la correlación de fuerzas: en el siglo pasado las autoridades fijaban la pauta a los narcotraficantes; ahora los cárteles van mucho más allá de las drogas y son capaces de invertir esa relación jerárquica.
El tamaño importa. La entronización de la delincuencia de gran escala no podría explicarse sin el incremento exponencial de su capital, su armamento, su penetración del aparato de seguridad y, sobre todo, su base social. El Estado no puede tener el monopolio de la violencia legítima si no es más fuerte que los criminales, lo cual presupone el repudio inequívoco de la sociedad. En el caso mexicano, los delincuentes no cuentan con una capacidad de fuego superior a la de las Fuerzas Armadas pero sí con la complicidad de diversas instancias gubernamentales y, peor aún, con la aquiescencia de grupos sociales cada vez más extensos. Por si fuera poco, durante el sexenio pasado se sumó a nuestra sempiterna corrupción una estrategia permisiva que replegó a la Guardia Nacional y al Ejército y catalizó el crecimiento y la diversificación de los negocios sucios. Ahora la hidra es más grande y tiene más cabezas.
La presidenta Sheinbaum, por imperativo de supervivencia y por presiones de Estados Unidos, decidió poner un silencioso fin al laissez faire de López Obrador. El viraje fue obligado —no hacerlo era arrojarnos al Estado fallido— y su consecuencia es una espiral de violencia que apenas empezamos a ver. Si bien es cierto que de poco servirá la confrontación sin más inteligencia y más dureza contra los flujos financieros de lavado de dinero, me queda claro que el uso de la fuerza es imprescindible. El monstruo se metió a la sala y durante seis años, irresponsablemente, AMLO le sirvió café y galletitas y lo dejó instalarse a sus monstruosas anchas. Como era de esperarse, lejos de saciar su hambre esa hospitalidad le llevó a adueñarse de la casa, a buscar más cosas que comer y a multiplicar sus atrocidades. No se va a salir por la buena, obviamente, y echarlo a la calle implicará destrozos, pero dejarlo ahí provocaría un mayor derramamiento de sangre y, de hecho, la entrega de las escrituras.
Antes de que el vecino rico irrumpa en nuestra casa a emprender la cacería del monstruo, que también a él le ocasiona daños, hay que acordar puntual y concretamente una ayuda que realmente nos sirva a los mexicanos. Se trata de un enemigo común, y enfrentarlo exige acopiar todos los recursos posibles. De nada servirá quejarnos con Estados Unidos de que es su culpa lo que está pasando. Cada día que pase sin que le propongamos un plan conjunto para derrotarlo se asoma por la ventana, escopeta en ristre, y se le ocurren muchas cosas que a nosotros no nos convienen. O lo involucramos en nuestra solución o nos impondrá la suya.