El papa es el líder espiritual de unos 1,400 millones de católicos. Esa cifra incluye a la gran mayoría de los mexicanos, entre los cuales me incluyo. Lo que ocurra en un pontificado, pues, nos interesa a muchísimas personas en el mundo, y en particular en México. Es por ello pertinente valorar el legado de Francisco y atisbar los avances o retrocesos que su sucesor podría traer a la Iglesia.
Jorge Mario Bergoglio fue un jesuita que, pese a sus desencuentros con el ala radical de la Compañía de Jesús —cercana a la teología de la liberación—, llevó hasta el final de su vida el sello ignaciano. No evadió dudas ni cuestionamientos: procuró discernir. Fue rebelde a su manera; no en la lucha contra el sistema económico imperante sino en la brega por el solidarismo cristiano y, sobre todo, en el rechazo a la soberbia y a la fastuosidad de la alta jerarquía eclesiástica. La sencillez, la austeridad y la defensa de los débiles —los migrantes, en particular— lo caracterizaron.
No puedo evaluar su papado sin antes explicar —con toda la subjetividad y la heterodoxia de que soy capaz— cómo entiendo mi religión. Sin ser teólogo y a riesgo de decir una barbaridad, yo sostengo que la quintaesencia del cristianismo es la misericordia. No encuentro una enseñanza más valiosa de Jesucristo que la compasión y el perdón: ama a tus enemigos, perdona a los que te ofenden, no arrojes la primera piedra. Me parece que en muchos católicos hay una lamentable tendencia a relegar a ese Jesús y privilegiar al que expulsó a los mercaderes del templo, es decir, a malinterpretarlo en una priorización de las formas sobre el fondo que ha derivado en un talante punitivo y excluyente. Desde esa perspectiva, en buena hora, Francisco decidió caminar por la senda misericordiosa.
Recibió críticas de ambos polos del espectro. Algunos reformistas lo censuraron por no haber cambiado la doctrina; yo creo que, más que otro Concilio, sus tiempos exigían llevar a la práctica el Vaticano Segundo, que en ciertos aspectos se quedó en el papel. Por lo demás, sus palabras y posturas —Dios quiere a todos sus hijos, quién soy yo para juzgarlos, esta es una iglesia de pecadores— tienen un peso y una significación enorme y su impacto no debe subestimarse. Hay un video que lo pinta de cuerpo entero: cuando un niño cuyo padre acababa de morir le preguntó, ahogado en el llanto de una angustia infinita, si era verdad que por haber sido ateo iría al infierno, él lo abrazó y le dio a entender que si su padre había sido un buen hombre iría al cielo. ¿No es eso la misericordia? ¿Qué anti reformista puede soslayar la fuerza transformadora de un papa misericordioso?
A esto me refiero cuando digo que se puede avanzar o retroceder. No aludo a izquierdas o derechas ni a progresismo o conservadurismo, sino a la deseabilidad de una Iglesia misericordiosa, no farisaica. Ojalá todos los católicos cumpliéramos con los sacramentos y, al mismo tiempo, hiciéramos el bien y actuáramos con honestidad, diéramos de beber al sediento y amáramos al prójimo como a nosotros mismos. Pero si a mí me obligan a escoger me quedo con lo segundo. Me quedo con Francisco, con su humildad y su sentido de una iglesia abierta y compasiva. Y hago votos por un sucesor que avance por ese mismo camino.