Para descifrar el espíritu de la reforma judicial hay que entender un hecho primario: López Obrador no cree en la imparcialidad. Hacer justicia, para él, es apoyar a la 4T. Así como el periodismo y la academia no debían buscar la verdad porque él ya la había encontrado —su papel era defender al bien que él representaba contra el mal neoliberal— los tribunales debían fallar siempre a su favor. Los togados debían ser sastres que confeccionaran trajes de legalidad para engalanar su voluntad, que supuestamente era la del pueblo. Pero dos ministros de la Corte designados por él tuvieron la arrogancia de sentirse libres, y entonces discurrió que tenía que ideologizar a los juzgadores. Y para eso, para volverlos militantes, decidió pasarlos por las urnas.
La elección judicial no se concibió para elegir jueces, magistrados y ministros imparciales, porque según AMLO la imparcialidad no existe. Se hizo para que los aspirantes se pusieran el chaleco guinda. La liza electoral está dominada por los partidos políticos, y en México eso implicaba que Morena, el partido dominante, tomara la batuta. Las declaraciones del morenismo lo evidenciaron: no se habló de la preparación y la independencia de los candidatos sino de su compromiso con la causa y de “ganar la mayoría” en una competencia partidaria. Imperó la lógica de control de la mafia, no la del mérito en un examen profesional. Yo no sé si el electorado, aun con la información pertinente, pueda detectar a los juristas más preparados e independientes —se trata de un conocimiento especializado y son demasiados los cargos—, pero sé que no fue ese el propósito de los comicios. Los acordeones, obra del partido de Estado, fueron la prueba flagrante de la partidización del proceso.
No fue, en efecto, un ejercicio de discernimiento popular. El oficialismo definió las candidaturas y las plasmó en “guías” para que su clientela votara como se le indicó, y así lo hizo. Eligió para el Tribunal de Disciplina y la Suprema Corte, los órganos de poder, a las mismas personas que los mandarines morenistas había escogido previamente, todas vinculadas a AMLO y a la 4T. Cuando una reportera que sí cree en la objetividad, Reyna Haydee Ramírez, le dijo a Claudia Sheinbaum que el nuevo Poder Judicial estará conformado por cuatroteístas, la Presidenta respondió que era lógico, que los recientes resultados electorales y las encuestas muestran que la mayoría de los mexicanos apoyan a su movimiento. ¿Cómo? ¿No que se iba a elegir a los mejores, que el criterio iba a ser su compromiso con la ley y no sus colores partidistas? Pues no, resulta que fue una elección de partidos. Ganó Morena, perdió la justicia.
Aunque la demagogia se vista de clientela y seda, demagogia se queda. No manda el pueblo: manda Sheinbaum, manda AMLO, manda el mandarinato morenista. La 4T navegó con la bandera de empoderar a las masas y lo que hizo fue debilitar a las viejas élites para darle el poder no a los de abajo sino a la nueva élite cuatrotera que dicta desde arriba cómo votar. Los dirigentes que pregonan que 13 por ciento del electorado que movilizaron es “el pueblo”, o que “el ingenio popular” ideó los acordeones, pueden engañarse solos. Todos sabemos que ellos no hacen lo que ese “pueblo” dice. Sabemos que es exactamente al revés.