El corolario de los primeros 100 días de la Presidencia de Claudia Sheinbaum es evidente: el segundo piso de la 4T se parece muchísimo al primero. Quienes abrigaban esperanzas de que la Presidenta matizara el tristemente célebre plan C pueden desengañarse, pues ni quiere ni puede hacerlo. Modificará algunas políticas de López Obrador, como la estrategia frente al crimen organizado y la relación con Estados Unidos, porque México ya no aguanta más laissez faire hacia a los cárteles y el retorno de Trump a la Casa Blanca los exige. Pero apretará el acelerador en las otras iniciativas, empezando por la más grave de todas, la tóxica reforma judicial.
Vale la pena explicar otra vez esta toxicidad. La peregrina idea de elegir a los juzgadores nada tiene que ver con el combate a la corrupción y al elitismo y todo con la sed de poder. No es casualidad que se le haya ocurrido a AMLO al final de su sexenio, pese a que durante sus primeros cinco años había en la judicatura tantos corruptos y elitistas como en el último; no se le antojó antes porque estaba satisfecho con el apoyo de quien presidía la Suprema Corte. Decidió cambiar de Corte cuando la que había dejó de obedecerlo, y diseñó el cambio no para depurar al viejo sistema sino para controlar al nuevo. El manual del populismo exige llenar las burocracias de militantes incondicionales. AMLO, además, es diestro en planear elecciones y siniestro para ganarlas. Y claro, no podía faltar la cereza simbólica en el pastel autocrático: proponer la que jueces, magistrados y ministros fueran electos por voto popular reforzaba su fábula del cratos para el demos.
Pura demagogia. Para llegar a las urnas los candidatos tienen que franquear varias aduanas, y en cada una de ellas se les resta probabilidades de pasar a quienes no garantizan lealtad a la 4T. El proceso culmina con boletas prácticamente ilegibles y una elección de presupuesto recortado y pocas casillas, hecha para minimizar la participación ciudadana y maximizar el peso de la maquinaria electoral oficialista. En suma, el pueblo solo podrá avalar lo que el politburó decida. Por eso la pregunta no es cuál de qué color se pintará la mayoría de las togas —guinda, claro— sino cuál de los operadores de Morena en el Congreso o el Ejecutivo tendrá más juzgadores. Por cierto, hay que poner mucha atención al Tribunal de Disciplina, que será el órgano más poderoso, y analizar el perfil de sus cinco integrantes. Ahí se verá la repartición del músculo morenista y se reflejará la jerarquía tribal del flamante partido hegemónico. En el nuevo tablero se dilucidará qué despachos serán los mandones —ya nos dieron una probadita en la época en que AMLO controló la Corte—y qué alcancías políticas engordarán rumbo al 2030 con las fortunas amasadas. No nos engañemos: es realpolitik pura y dura.
Decir que esa reforma empoderará al pueblo es cinismo o ingenuidad. La corrupción seguirá tan campante, como sigue en las prácticas de muchos diputados o gobernadores electos popularmente, y el desamparo judicial de la gente que no puede pagar abogados privados se mantendrá en tanto no se construya una defensoría pública de excelencia, lo que no le quitó el sueño a AMLO. ¿Exagero? Ojalá, pero me temo que en este tema un optimista es un pesimista malinformado.