La noche se ha extendido con todo su manto negro. Un niño intenta jugar en su cama los últimos instantes del día antes de dormir. De pronto la angustia se le cuela por los pies, avanza despacio como un gusano verde. Sin tregua va conquistando cada centímetro de su pequeña construcción ósea hasta dejarlo temblando como una gelatina.
Ya no se llama Roberto. Pero solo él lo sabe. Sabe que ya no sabe nada. Nada de lo que ha conocido o le han dicho que existe ahora tiene sentido para él. Es incapaz de reconocerse cuando ve sus manos, cuando siente su rostro, cuando ve sus sábanas o a su hermano dormir en la cama contigua.
El viento que le golpeaba se ha vuelto un huracán que le azota. ¿Quién soy yo y que hago aquí? Quisiera preguntarse, si al menos pudiera pensar. ¿Quién es ese que dicen es mi hermano y que duerme como si estuviera muerto? Quisiera preguntar si al menos pudiera hablar.
Bajo sus pies la nada. Sobre de él la nada. Al lado de él la nada. Para donde voltee la nada. Que es al mismo tiempo todo y lo está asfixiando. Le está cortando la respiración y le está agitando el corazón. Tiene que huir de esa cabeza que por tanto pensar ya no puede hacerlo.
El gusano es ahora una serpiente y sus pies de cocodrilo son. Al fin completa el plan. Escapar de él. Sale expulsado de la recámara infantil, corre por el largo pasillo que le separa del cuarto de sus padres, avienta la puerta de la recámara matrimonial y no quiere lanzarse a la cama, como otras tantas veces. No. Ahora busca la pared para quebrarse el cráneo y dejar salir de una vez por todas eso que piensa, pero no puede decir, porque no hay manera de decirlo.
Pero el golpe es apenas un tropezón. Porque quiere matarse, pero no quiere morir. Además, siempre le han dicho que es un cobarde. Un collón como decían en el barrio de su padre. No puede soportar nada de dolor físico porque se suelta a llorar. Le echan en cara. Y morirse sería al fin enfrentarse a lo que tanto le hace pensar, pero le dicen que no puede hacerlo porque es apenas un niño.
Sus padres despiertan desconcertados. Qué pasa se preguntan. Qué pasa le preguntan. La serpiente se volvió otra vez gusano y el gusano se le escapó por la boca. Otra vez Roberto está solo, solo con su temblar de cuerpo. De nueva cuenta tendrá que explicar qué le pasó. Qué pasa ahora. Ahora con qué saldrá este niño chillón, miedoso, el cobarde del condado.
Intenta recrear la vivido hace unos instantes. Se esfuerza, pero la memoria es corta, tonta e inútil. No hay manera de explicar el dolor, o lo que sea que haya pasado. Se siente más débil que de costumbre. Ante la insistencia paterna no puede más que refugiarse en el miedo, como el lugar común que le van a aceptar.
¡Tengo miedo! Balbucea, más por tristeza de traicionar lo que en realidad siente, que por la vergüenza de tener que nombrarse Roberto el miedoso. Un puerquito miedoso que no quiere salir de noche (“si supieran que de día tampoco”, piensa), le dicen sus hermanos y hermanas.
Los terrores infantiles. De nada sirvieron las dos citas con la psicóloga que lo puso a pegarle a unos cojines para que sacara su rabia contenida. Ni la plática con el sacerdote de su escuela, que le dijo que no debía temer de Dios ni de la muerte porque era un niño, un alma inocente, ya bautizada. Ni las noches en que lo ponían a dormir en un catre en el pasillo, para que viera que no hay nada que temer.
Roberto tuvo que convertirse en un hombre. Estudiar a trompicones, tener un empleo, una esposa, hijos. Los “miedos” no se han ido. De vez en vez se vuelve a pegar en la cabeza y lo justifica diciendo que se tropezó, que se cayó, o que no vio lo que estaba ahí estorbando su paso. Porque entendió que no hay manera de decir lo que “siente”, pero lo peor, no hay quien soporte escucharlo.