Para cuando este escrito salga a la luz, seguramente la euforia por las fiestas ya habrá pasado y los regalos que se recibieron quizá estén en la antesala del olvido o si tienen un destino mejor se hayan guardado para volverse a regalar, porque no fueron del agrado de quien los recibió, aunque también, ¿por qué no?, habrá algunos que se atesoren. Estamos más cerca de lo que un locuaz mercadólogo definió como el lunes azul, el día más triste del año, que de la dionisiaca Navidad.
Pero bueno, volvamos a los regalos y concentrémonos en específico en los que reciben los niños. Muchos los habrán tenido a raudales, otros quizá no tanto, pero en los tiempos que vivimos es más probable que sean pocos los que no hayan obtenido lo que siempre desearon en estas fiestas.
Sea que se hayan recibido por docena o solo uno, los padres que tienen hijos en la primera infancia y quizá un par de años más grandes, habrán notado que el fenómeno se repite año con año, la atención y emoción por el juguete recibido se desvanece pronto. Hay un nuevo juguete en la casa, pero no se juega con él.
A pesar de todos los avances tecnológicos, todos los estudios de mercado, todos los anuncios en redes sociales, todos los nuevos dispositivos para la diversión de los pequeños, no hay nada que logre destronara la caja en la que venía envuelto el regalo.
Sí, sin lugar a duda el empaque resulta mil veces más atractivo que el caballito de montar, el auto deportivo de radio control o incluso la tableta, por una sencilla razón la caja no es un juguete, es la posibilidad infinita de jugar una y otra vez, a lo mismo o algo diferente.
Una vez que el niño comete el sacrilegio de despojarlo de su función útil el cubo de cartón puede convertirse en lo que él o ella quieran. Es un avión, pero también una cocinita, es una cueva, pero también una montaña, es el mar y el cielo, es un escondite y un escaparate, todo lo que se pueda imaginar e incluso aquello que rebase la imaginación.
Algo que nunca tendrá un juguete y menos un video juego, porque han sido diseñados para cumplir una sola función, y claro que los padres contribuyen a resguardar su santidad al obligar a los niños a que solo lo jueguen de una manera, de la manera en la que dicen los fabricantes que se debe jugar. ¿O acaso habrá algún padre que permita que sus hijos usen la Tablet como una tabla de surfear, una raqueta de tenis o una baqueta para el tambor?
Los padres lo saben bien, los niños quieren jugar con las llaves del auto o de la casa, con el mando a distancia, no con un pedazo de plástico de colores que simula ser llaves o control remoto. Quieren vaciar la cubertería sobre el piso y hacer su propio tapete sobre el cual recostarse o aventarlo al aire como si fuera arena.
El mejor juguete es aquel que se presta para ser profanado, como diría Giorgio Agamben, o aquel al cual podamos someter a una operación quirúrgica de alto riesgo para buscarle el alma, como diría Charles Baudelaire.
¿Entonces qué hacemos con los juguetes carísimos? Quizá debamos hacer lo que hacían los padres de antaño, subirlos a una repisa para que los padres los admiren y sanen así sus carencias actuales que imaginan pasadas y dejar que los niños jueguen, con qué, con lo que quieran.