Me cuesta trabajo comprender cómo es que desde el área médica siguen siendo válidas las métricas para abordar los dolores corporales. Cuando vamos a revisión con un médico, ya sea general o especialista, casi invariablemente emplean la muletilla: “del 1 al 10 cuánto le duele”, mientras oprimen el supuesto órgano afectado.
La costumbre nos indica que el 1 sería un dolor tolerable, porque es la menor unidad, entonces el 10 se convertiría en un dolor insoportable, porque ocupa dentro de esta escala la punta del árbol. Respondemos con base a ese ordenamiento esperando colocar nuestro dolor en un punto que sea digno de atención, ni muy bajo para que nos manden a casa con paracetamol en la receta, ni muy alto para que les brillen los ojos a los médicos y planeen la cirugía que pagará la camioneta de lujo.
Ahora bien, ¿cómo es que podemos cualificar nuestro dolor? Y en caso de que se pudiera en realidad un 10 es lo máximo y un 1 lo mínimo. Ya sé, el sentido común dirá que sí, que es una obviedad que uno es mayor que el otro que uno es menor que el otro. Pero me refiero más al sentido de estar en posibilidad de comunicar algo de nuestras dolencias a través de esos números. Por ejemplo, si decimos que nos duele 4 eso ¿qué significa? O 9 o 6. ¿Realmente significa algo para alguien más? En este caso en particular para el médico.
Tal vez diga que me duele 10 y los análisis muestren que no tengo ningún órgano inflamado o roto. O caso contrario, quizá sea de los llamados asintomáticos y mi cuerpo esté a punto de reventar sin que yo apenas perciba algo que me haga quejar.
Entonces quiero pensar que insistimos en cuantificar nuestro dolor con la esperanza de que el otro entienda lo que me pasa y pueda sentir como yo siento y haga lo que yo quisiera hacer por mí, pero que por falta de conocimientos y habilidades no puedo hacer.
Empatía, le llamamos a esta ilusión. Espero que el otro sienta mi dolor y actúe en consecuencia para aliviármelo, y también, de ser posible, tal vez, yo sienta el dolor del otro y haga algo, o intente hacer algo para aliviar su dolor, o lograr que sea menos, o en el mejor de los casos pueda exclamar un sincero “pobrecito” cargado de misericordia.
Digo que la empatía es una ilusión, del orden moral, por el hecho de la imposibilidad que tenemos de colocarnos en el lugar del otro. Podemos fantasear y construir relatos posibles de cómo es que el otro se puede sentir, sea en sus momentos de felicidad o de tristeza. Pero esas construcciones tendrán los cimientos y las paredes hechas de nuestra propia historia. Es decir, invariablemente el sufrimiento o felicidad del otro se convertirá en nuestro sí, pero a condición de que el del otro desaparezca. Ya no hay más su dolor, ya es nuestro dolor y actuamos como nosotros pensamos que se es feliz o se es triste. Y el otro seguirá con su dolor en espera de una ayuda que no tendrá. Al menos no como la espera y la necesita.
Por eso con facilidad todas las luchas por causas justas acaban convirtiéndose en guerras del ego de quien las encabeza y los sufrientes ocupan el lugar de la bandera que se alza o se baja a voluntad.
Freud en su excelente ensayo “Pegan a un niño”, descubre como en la construcción de la neurosis los niños atraviesan por una etapa en donde fantasean con ser castigados, o castigar. En este mismo periodo si ellos infligen dolor llorarán porque sienten que el dolor se les ha ocasionado a ellos. Tal y como queremos que ocurra con la empatía, que podamos sentir el dolor ajeno y conmiserarnos. Pero al hacerlo ya el dolor ajeno no importa tanto como el propio. Así como el niño que pega y llora, porque a pesar del ser el agresor se siente el agredido. Y el otro, el otro de nueva cuenta ha sido borrado. Aunque, eso sí, empáticamente.