Al vivir en una sociedad disciplinaria que tiene en la cancelación y la funa su expresión más acabada, nos estamos perdiendo la oportunidad de analizar los hechos para encontrar posibles indicios de los generadores de problemas y en consecuencia hasta podríamos vaticinar alternativas de solución que fueran más confiables.
Pero en su lugar nos conformamos con incendiar la casa y beber la sangre del cordero, para así tal vez lavar los propios pecados que el otro, el diabólico, el funable, el cancelable, nos ha mostrado como propios.
Pasada la euforia sobre la Doctora Cote y su linchamiento en las cada día peor mal llamadas redes sociales, estaríamos en posibilidad de comenzar a desmenuzar las lecciones que esto nos ha dejado. Se está en el punto favorable para problematizar, como dirían los investigadores científicos.
Tela para cortar hay mucha, más allá de la rabia desbordada de la masa. Podríamos discutir los límites de la práctica profesional de las disciplinas psi, la pertinencia o no de regularla a través de dependencias gubernamentales o de Colegios de profesionistas, la demanda de soluciones simples a problemas complejos. Y una larga lista de problemas que se han destapado a raíz de este caso.
No obstante, hoy quiero centrarme en el uso de los medicamentos controlados. Su consumo está más extendido de lo que estamos dispuestos a admitir. Quizá ahora mismo alguien de su entorno tiene en su organismo algún tipo de medicamento controlado y usted no lo sabe y él o ella no querrá admitirlo.
¿De donde viene tanto medicamento controlado? Claro que los psiquiatras no renuncian a su facultad de recetarlo, pero no todo el que lo consume lo obtiene por esta vía porque no llega a esos consultorios. Tienen más a la mano a los médicos generales. Y todavía más accesibles geográfica y económicamente son los médicos de farmacia.
Es sorprendente ver con qué facilidad estos médicos cumplen la demanda de sus pacientes de darles gotas para dormir, pastillas para bajar su ansiedad, medicamentos para controlar sus pensamientos negativos o su depresión. Muchos de los presuntos enfermos acuden religiosamente cada quince días o un mes a renovar sus recetas porque el medicamente se les acabó.
Ahora una viñeta clínica. Un paciente que entra a sus treintas acude muy angustiado con el psiquiatra, porque recién está en una relación con una mujer que le gusta mucho, justo como le dijo su padre que era la mujer perfecta (físicamente), pero hay un problema ella está recién divorciada y tiene un vínculo amoroso complicado con su jefe, vamos que es su amante. Entonces el médico le dice que tiene celotipia y le manda Haldol. Firma la receta y dice que en un mes lo vuelve a ver para determinar si le aumenta la dosis o la mantiene.
El psiquiatra Bessel van der Kolk en su libro “El cuerpo lleva la cuenta” sostiene que Medicaid, el programa sanitario federal de los Estados Unidos, el que atiende a las personas más vulnerables social y económicamente, gasta más en antipsicóticos que en cualquier otro tipo de fármacos.
En México deberíamos de comenzar a saber cuánto medicamente controlado se vende vía médico de farmacia, cuánto se entrega en las instituciones de salud pública e incluso cuánto se gasta en su compra para atender a las fuerzas de seguridad pública.
Durante la pandemia de la Covid un grupo de investigadores analizó el agua del río Támesis y encontró altas concentraciones de opioides, cannabis y cocaína. Será que en las descargas domiciliarias haya una gran cantidad de antipsicóticos. Esto solo lo sabríamos si dejamos de pelear por la emergente y nos centramos en lo trascendente.