Recuerdo un relato de Italo Calvino en el que un hombre llama sin éxito a su amada desde afuera de una casa y después todos los transeúntes se van uniendo en un coro descoordinado hasta que ya nadie sabe quién está llamando a quién. Mucho menos para qué. Algo así pasa estos días con las militancias ciegas, de todo signo, que abrazan un discurso sin la menor reflexión con el riesgo alto, enorme, de tener que ensayar al día siguiente una acrobacia que ni el mejor clavadista olímpico está listo para cumplir desde la plataforma.
No se crea que cada seguidor del gobierno en funciones es un simpatizante dogmático, porque vaya que algunos hasta se horrorizan de ciertas ocurrencias de las élites partidistas y de mando, pero sobre todo en redes sociales hay quienes se lanzan al precipicio en defensa de cualquier aserto desde la cúspide, como en aquellos años en que Carlos Salinas reivindicaba el liberalismo y hubo quienes se empeñaron hasta leyendo el tratado en la materia de Jesús Reyes Heroles. Nadie sabía, muchos no entendían, pero todos defendían el concepto.
Ahora que el Presidente terminó reconociendo, un día después de plantearlo como logro de gobierno y de haber sostenido el “objetivo” a lo largo de su gestión, que solo estaba provocando a sus detractores con aquello de que el sistema de salud mexicano ya es mejor que el danés, fue divertido ver a quienes prestos se habían puesto la camiseta de esa “hazaña” cómo iban mutando su defensa seria de que sí había evolucionado así esa área a disparar gracejadas para instalarse en la nueva lógica del patriarca.
Pero hay otros temas en los que hay una responsabilidad de omisión no solo de los partidos opositores, sino de la sociedad en su conjunto, esa con pensamiento propio y que no responde a partir nada más de elegir entre una pastilla guinda o una azul-tricolor, esa parte de la comunidad que no tiene una lógica de autómata. ¿Cómo es posible que frente a los ojos de todo mundo estén robando la elección a Alessandra Rojo de la Vega en Cuauhtémoc? Todos vimos cómo se fermentó el golpe en la dinámica del carro completo sin que nadie, más que las huestes de la candidata, hiciera sonar la alerta. Había que gritar al unísono “¡al ladrón!”.