La siguiente en la lista era Inglaterra, siempre dispuesta a dar por saco desequilibrando a Europa. De todas las potencias enfrentadas a la Francia revolucionaria, sólo ella, atrincherada en su isla y tras su poderosa flota (la más profesional y potente del mundo), seguía dando la brasa. Convenía cortar a los ingleses la comunicación con las colonias de la India, para hacerles un poquito la puñeta; y el Directorio, que ya empezaba a mosquearse con la fama que estaba consiguiendo el enano corso, vio la manera de quitárselo de en medio enviándolo a Egipto, a ver si con algo de suerte no volvía. Pero les salió el gorrino mal capado: como Julio César (otro gran militar y político con el que, junto a Alejandro de Macedonia, se compara a Napoleón), el Petit Cabrón (lean La sombra del águila, háganme el favor) llegó, vio y venció, rompiéndoles allí los cuernos a los rubios.
Lo que pasa es que la jugada sólo le salió a medias, porque de un lado su ejército agarró la peste, palmando a montones, y de otro el almirante inglés Nelson, que era un verdadero artista de los mares, hizo polvo la escuadra franchute en la batalla naval de Abukir (1798). Con ese marrón encima, y enterado de que en Francia los del Directorio le estaban haciendo una cama de cuatro por cuatro, Napoleón dejó tirado a su ejército, se subió al primer barco que tuvo a mano y se plantificó en París, con dos cojones. Y el momento resultó ser perfecto, porque Austria, la vieja enemiga continental, reanudaba la lucha, animada por el hecho de que el nuevo zar de Rusia (desequilibrado y algo majareta, dicho sea de paso) se había aliado con Gran Bretaña, y a los ejércitos ruso-austríacos les iban bien las cosas en Alemania e Italia. También la Francia interior estaba en crisis, pues los del Directorio, que seguían robando a manos llenas, habían convertido aquello en un bebedero de patos. En ésas llegó Bonaparte, acogido como un héroe, y con su ojo de lince (que no le fallaría hasta 16 años más tarde en Waterloo) vio la jugada y se puso a ella: el 9 de noviembre de 1779, sostenido por las bayonetas de sus granaderos, dio un golpe de Estado y los diputados del Consejo tuvieron que saltar por las ventanas. Años más tarde, cuando al Petit Cabrón se le reprochara haberse autoproclamado luego emperador de Francia, replicaría con mucho arte: “La corona estaba abandonada en el barro y yo me limité a recogerla”.