Hace un año, el 2 de junio de 2024, México vivió una jornada histórica. Con más de 35 millones de votos, el pueblo eligió por primera vez en su historia a una mujer como Presidenta de la República. Claudia Sheinbaum obtuvo 59.7 por ciento de la votación, superando por más de 30 puntos a su contrincante más cercana y confirmando así el respaldo popular a la cuarta transformación. Fue una victoria inapelable y profundamente simbólica: no solo rompió inercias patriarcales, sino que afirmó la continuidad de un proyecto político que sigue colocando la justicia social en el centro.
La contundencia de ese resultado no obedeció a una promesa vacía ni a un carisma superficial. Fue el reflejo de una convicción colectiva: la de que el poder puede y debe estar al servicio de las mayorías. El triunfo de la presidenta Sheinbaum fue también el de una forma distinta de entender la política: no como gestión tecnocrática, sino como herramienta transformadora. No como espacio de privilegios, sino como mandato ético.
A un año de distancia, conviene recordar qué se refrendó ese día. Se apostó por un proyecto de país que se reconoce en el humanismo mexicano: una visión que parte de la dignidad humana, que concibe los derechos no como favores ni servicios de mercado, sino como exigencias constitucionales. Se votó por un modelo de bienestar que atiende primero a los últimos, que busca crecer desde abajo, con inclusión, y que entiende que la paz no se impone: se construye combatiendo sus causas estructurales.
En esa lógica, los derechos sociales dejaron de ser aspiraciones declarativas. Hoy se trabaja para convertirlos en garantías efectivas. La salud, la educación y la vivienda ya no se conciben como beneficios sujetos a la capacidad de pago, sino como condiciones mínimas de vida. La salud comunitaria, el fortalecimiento de la educación pública y los programas de vivienda han sido pilares del nuevo enfoque. Más de 20 mil profesionales de salud brindan atención médica en comunidades marginadas. Se han ampliado las becas para niñas, niños y jóvenes, y se impulsa una política de vivienda sin precedentes.
Los resultados no han tardado en llegar. México alcanzó en 2025 su nivel más bajo de pobreza laboral desde que se tiene registro, así como el nivel salarial más alto en los últimos 40 años. En particular, el salario mínimo, que en 2018 era el más bajo de América Latina, hoy es uno de los más altos de la región, tras aumentos sostenidos por encima de la inflación. Además, en el primer trimestre del año, la inversión extranjera directa alcanzó los 21 mil 400 millones de dólares, una cifra histórica que desmonta el mito de que la justicia social frena el crecimiento. Al contrario: con equidad, el desarrollo es más robusto, sostenido y legítimo.
En materia de seguridad, la atención a las causas se acompaña de una política de cero impunidad con resultados históricos. Entre octubre de 2024 y mayo de 2025 se realizaron más de 21 mil detenciones por delitos de alto impacto, se desmantelaron más de 900 laboratorios clandestinos y se aseguraron más de 157 toneladas de droga. Pero este esfuerzo no se limita al despliegue policial: se acompaña de prevención, oportunidades para jóvenes, apoyo comunitario y fortalecimiento institucional. Porque el enfoque no es de guerra, sino de justicia.
La aprobación presidencial ronda 77 por ciento, no por inercia ni por propaganda, sino porque millones constatan un cambio que comenzó en 2018. Desde entonces tenemos una nueva forma de ejercer el poder: más cercana, austera y comprometida con el bienestar colectivo. Una presidencia que, lejos de la frivolidad, escucha, camina y construye con la gente.
Por eso resulta tan vacío acusar a este gobierno de autoritarismo. En México no hay persecución política, censura ni represión. No hay subordinación del Congreso ni del Poder Judicial. Lo que sí hay es una incomodidad creciente entre quienes antes decidían todo sin consultar a nadie. El cambio de régimen no se expresa con imposiciones, sino con decisiones democráticas. Y si algo molestó a la derecha de la elección de 2024 no fue el resultado, sino su legitimidad arrolladora.
A un año del triunfo, no hay lugar para la complacencia. Los desafíos siguen siendo enormes. Pero también hay razones para celebrar lo logrado y mirar al futuro con esperanza. Sheinbaum no ha gobernado sola ni desde arriba. Lo ha hecho con el respaldo de millones que entienden que el poder no es un fin, sino un medio para construir un país más justo, igualitario y libre.
Lo mejor está por venir. Porque cuando el pueblo manda, no hay fuerza capaz de detenerlo.