Teuchitlán: nuestro retrato

Ciudad de México /
Hago votos por que esos zapatos sirvan para despertarnos y no volvernos a dormir. AFP

Ocurrió. Nos conmovimos. Dice algo esa conmoción de tantos. Dice que queda algo de humanidad ahí remetida debajo del caparazón de piedra del que nos hicimos para sobrevivir el bombardeo cotidiano de barbarie. Todavía podemos indignarnos. Temblar

y dolernos con ese dolor lacerante que debe producir no saber dónde está, qué fue de esa persona entrañable que desapareció un día entre tantos.

No sé cuánto tiempo vaya a durar y si alcance. Pero, por ahora, Teuchitlán nos da noticia de que no todo está perdido. Debajo del cinismo, de la ceguera voluntaria, del miedo atrofiándonos los sentidos durante tantos años, queda algún límite compartido. Alguna idea en común de dónde queda la frontera entre lo aceptable y lo inadmisible.

Teuchitlán nos retrata. Nos pone el horror en el espejo. Un rosario de abismos, de complicidades, de silencios y de políticos echándose la culpa unos a otros. Una fosa interminable de ojos y risas de cuyos dueños y dueñas no sabemos ni el nombre. Círculos expansivos de maldad y de barbarie tragándose vidas y protegiendo geografías de horror sin freno ninguno.

¿Quiénes son esas personas desaparecidas? ¿Cuáles son los nombres, apellidos y domicilios de los responsables concretos de haberlos esfumado? ¿Dónde estaban y están las autoridades cuyo trabajo más básico era y es proteger su vida? ¿Por qué esos funcionarios con gafetes y sueldos pagados con nuestros impuestos siguen desayunando en paz? ¿Dónde están todos esos seres humanos cuya ausencia no deja dormir a sus madres, a sus hermanos, a sus parejas? ¿Adónde se las llevaron? ¿Por qué nadie paga en México por esos crímenes? ¿Por qué nos parece normal todo esto?

De esta nuestra rotura más extrema sabemos muy poco.

De acuerdo a cifras oficiales, sabemos que las desapariciones crecieron mucho a partir del 2010, dieron un salto entre el 2017 y el 2018, y volvieron a dispararse hacia arriba desde el 2023. Gracias al trabajo minucioso de investigadores mexicanos y extranjeros también sabemos que la mayoría de las mujeres que desaparecen en el país tenían, cuando no se supo más de ellas, entre 15 y 19 años, y los hombres, entre 15 y 40. De cierto o más o menos cierto, sabemos muy poco más.

Las y los miles de desaparecidos no se han ido al olvido gracias, en primerísimo término, al dolor ferozmente valiente de las madres y familiares buscadores. No de las autoridades sino de las víctimas. Repito, no de los que tendrían que prevenir, investigar y castigar estos crímenes, sino de las miles de mujeres y hombres impelidos por la angustia a buscar contra viento y marea, con uñas y dientes a sus seres queridos. Clave en no quedarnos con el puro vacío y el silencio han sido, también, decenas de periodistas para quienes reportar los hechos ha sido más poderoso que el miedo a las consecuencias de hacerlo. Por ejemplo, el grupo de periodistas e investigadores de ¿A dónde van los desaparecidos? y de Quinto Elemento.

De nombrarlos, visibilizarlos y darle algún significado a este escapulario interminable de hoyos negros se han ocupado una infinidad de artistas. Entre otros, el escultor Alfredo López Casanova, la fotógrafa Zahara Gómez Lucini, la diseñadora visual Sabina Aldana, la artista multimedia Dora Bartilotti, el bailarín Lukas Avendaño, los escritores Sara Uribe, Emiliano Monge. Se han encargado de ello, asimismo, intelectuales y académicos como Marcela Turati, Claudio Lomnitz, Rodolfo Gamiño Muñoz, entre muchos otros.

Familiares, periodistas, artistas e intelectuales han impedido que los culpables logren su cometido central al desaparecer personas. Es decir, borrarlo todo: la identidad de sus víctimas, sus crímenes mismos y sus motivos, la identidad de sus cómplices o sus tapaderas, su forma de operar.

Tristemente, no ha bastado el durísimo trabajo de tantos para movilizarnos a más y, sobre todo, forzar a las autoridades y comprometerlas con la búsqueda de la verdad. Se requieren más voces, muchas más. Necesitamos más gargantas que griten por los que ya no pueden gritar.

Todas y cada una de esas prendas de vestir encontradas en el rancho del infierno nos hablan de lo que hemos perdido y de lo que hemos permitido. Teuchitlán es la expresión más extrema de nuestra violencia y nuestro retroceso civilizatorio como país.

Hago votos por que sirvan esas camisetas, esas mochilas, esos zapatos, esas cenizas para despertarnos y no volvernos a dormir. Para exigir, desde donde cada una y uno pueda, un basta ya, un queremos verdad y justicia ya. 


  • Blanca Heredia
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