Trump, en esta su segunda presidencia, no es solamente un Trump más acelerado y más estridente. El cambio entre su primera ronda en la Casa Blanca y esta segunda no es de grado, es de tipo. La primera vez retaba continuamente las reglas y los consensos políticos de fondo de Estados Unidos, pero terminaba operando dentro de ellos. Esta vez, el oriundo de Queens está haciendo estallar por los aires la arquitectura básica de la democracia estadunidense y, también, de la civilidad más elemental. Con ello, está abriendo un territorio desconocido.
La última vez que la primera potencia del mundo estuvo gobernada por un hombre similarmente dispuesto a situarse por encima de cualquier regla o principio y a quebrarlo todo, tanto en la forma como en el fondo, fue a principios de la era cristiana. Para encontrar, reitero, al frente de la entidad política más poderosa del orbe de su momento, una megalomanía similarmente anómica hay que remontarse a la Roma imperial; a la de Calígula o la de Nerón.
Hay, desde luego, muchos ejemplos más cercanos en el tiempo de líderes políticos parecidos a Trump 2.0 en sus formas insolentes, su fascinación con la violencia, su manejo de la teatralidad, y su sed inagotable de reconocimiento y de poder. Están los italianos que inventaron el género, Mussolini en primer lugar y, más recientemente, Berlusconi. También, evidentemente, Adolfo Hitler. Pero ninguno de ellos gobernaba el país más poderoso del mundo.
En Estados Unidos, varios presidentes tuvieron perfiles y pulsiones que recuerdan a las de Trump. Richard Nixon, por ejemplo. Pero ninguno pudo y/o se atrevió a tanto. No había condiciones ni culturales ni sociales ni políticas para un rompimiento con el orden conocido y con el sentido común como el llevado a cabo por Donald Trump en su segunda presidencia.
Los signos de que la realidad política y moral conocida había quedado atrás empezaron desde el primer día del segundo mandato presidencial de Trump. Desde entonces, no han hecho sino multiplicarse. Entre muchísimos otros, la decisión de darle a un empresario —Elon Musk— sin cargo formal en el gobierno el poder y la responsabilidad (es un decir) de recortar y desmantelar la burocracia del poder ejecutivo federal. O la declaratoria de guerra contra los inmigrantes, las universidades (en especial, las de élite), los despachos de abogados más importantes, y los jueces. O la imposición atrabancada de aranceles a un sinfín de países, seguida de su retiro o rebaja, igualmente atrabancado.
En suma, desde la primeras horas de Trump 2.0, hemos tenido numerosos indicios de que “ya no estamos en Kansas” como le dice Dorothy a su perrito Toto cuando se encuentran de pronto en el mundo fantástico de Oz.
Pero, entre el viernes pasado con el presidente de Estados Unidos ordenando unilateralmente el despliegue de la Guardia Nacional contra grupos manifestándose —de forma, en su inmensa mayoría, pacífica— contra el endurecimiento de las redadas antiinmigrantes en la ciudad de Los Ángeles y, el sábado, con un desfile militar en Washington DC sin victoria externa que celebrar, no me queda ya ninguna duda de que estamos en OTRO lugar. Uno, Trumpworld, en el que las reglas conocidas ya no aplican, y en el que buscar seguir aplicándolas o usándolas para tratar de entender solo lleva a estrellarse contra la nueva realidad.
Donald Trump no podría, evidentemente, hacer nada de lo que está haciendo sin una base social grande y fuerte, y sin una democracia fuertemente debilitada por el largo predominio de arreglos tecnocráticos profundamente excluyentes en términos sociales y políticos bajo gobiernos tanto republicanos como demócratas. Fueron muchos los perdedores de aquel arreglo, y quizá aún más importante, muchísimos los que se sintieron ultrajados y desprovistos de su lugar social “merecido”. Décadas de abandono, exclusión y desprecio de las clases trabajadoras y de los sectores con menores ingresos y menor escolaridad por parte de élites educadas y globales. Años interminables de ver su esperanza de vida decrecer, de verse obligados a asumir individualmente los riesgos del capitalismo desenfrenado, y de sentirse menospreciados e impotentes frente a la soberbia sin fin de unas élites con posgrados y datos “duros”.
Ese mar de abandono y desprecio fue armando el caldo de cultivo para la llegada de Trump al poder. También despertó y dio vida renovada a algunos de las hebras históricas más oscuras y violentas de la sociedad estadunidense. De esas hebras hechas de racismo duro como ninguno, de machismo hoy en plan revancha cruel y abierta, y de xenofobia singularmente violenta.
Trump supo darle voz a toda esa oscuridad viscosa. La ha movilizado y entronizado. La ha usado para conseguir el reconocimiento que compulsivamente persigue, para enriquecerse y enriquecer a sus socios y “amigos”, y, desde luego, para acumular poder y usarlo a su antojo.
La prueba de fuego para saber qué tanto la democracia y la civilidad en Estados Unidos, si bien agonizantes, siguen vivas serán las elecciones intermedias del año 2026. No soy optimista. Espero equivocarme.