Dani Rovira tiene razón, los selfies le están jodiendo la vida al T-Rex. El protagonista de Ocho apellidos vascos, en su faceta de estandupero, refiere el drama que habrían vivido estos animalotes en la época actual dados los alcances de sus brazos. Y desde luego acude a la imposibilidad de que los susodichos pudieran sacarse una foto con el teléfono.
Para llegar a ese punto el españolazo comenzó reparando en el defecto de diseño que tienen los teatros como ese en el que se hallaba dando un discurso. “Aquí hay más brazos que reposabrazos”, dijo ante las risotadas de los asistentes. Y razón no le faltaba. El problema es mucho más extendido de lo que se piensa, los auditorios suelen adolecer justo de esta condición.
Me he acordado de esta anécdota en los instantes previos al comienzo de la presentación de la Orquesta Sinfónica del Estado de México. Para mi sorpresa la Sala Felipe Villanueva, donde me encontraba en compañía de Grhetta, mi cómplice de aventuras escénicas, no contaba con el problema que Dani había advertido.
De hecho, en el lugar había el número preciso de reposabrazos para los asistentes y, salvo que a alguno le faltara o sobrara un brazo, las cuentas habrían cuadrado. Y quién esto escribe habría seguido con su ociosa cavilación de no ser porque el grupo de músicos se declaraba listo para seguir la batuta de Rodrigo Macías, su director.
En el programa de mano se leían piezas de Revueltas, Shostakóvich y Beethoven, y debo decir que fue una delicia haber elegido la zona del lugar con tal tino para atestiguar el trabajo de quien encabeza la OSEM. Entiendo que iniciados, sospechosos comunes y hasta el gran público encuentran sentido a mirar el despliegue de los intérpretes, pero en definitiva resultó inigualable la posición que tomamos.
Luego de la velada rematamos con una charla breve pero grata con Rodrigo, quien además de extraordinario director de orquesta es un estupendo ser humano. Luego en el auto vino la consabida charla sobre temas musicales, la ingesta de clásicos y una escala en pos de asuntos dionisiacos. Pero algo rondó mi cabeza las siguientes horas como ese bucle que se resiste a abandonar el oído.
Era un texto de José Fernández Mendizábal titulado “La sinjónica”, en el cual Tanasio cuenta a su esposa los detalles de su visita a la sala de conciertos, los atuendos de “los rotos”, la algarabía de la concurrencia y el argot musical del que no entendía nada. Y que remata con la pregunta de la mujer: - “Tá güeno, Tanasio, pero, ¿y la sinjónica? - ¡La verdá quién sabe! Ha de ‘star enferma, porque no la vide por ninguna parte”.
A diferencia de Tanasio, nosotros la vimos, con ambos brazos bien posados y en localidad excepcional para no perder detalle alguno.