Vacantes

Edomex /

“Juiloncito” es el término que usa mi padre para definir a un ente proclive a andar en plan viajero. De esos a los que nada más se les abre la puerta y no se les ve el polvo. Quien esto escribe se declara miembro del “juiloncismo” por derecho propio.

Y aunque un carácter misántropo me lleva a preferir la santa paz doméstica a codearme con la banda, soy un pata de perro convencido de que es la única manera de comerse el mundo. Y el riesgo de coincidir con otro ser con similares características es que la imaginación es el límite.

Por ello sabía que al plantearle a mi amiga Lalilí ir en pos de las calles capitalinas, la respuesta iba a ser afirmativa. Así que aprovechando un día de asueto nos armamos de valor y paciencia para caerle a lo que la gente insiste en llamar el-de-efe.

La idea era treparse en el bólido que corre del Valle de Toluca a Santa Fe y que resultó una plácida aventura, pues permite ir sin preocupación por una buena dosis de smog, mientras se disfruta del paisaje verdoso durante unos 30 y tantos minutos.

Por si fuera poco, llevábamos el gusanito de treparnos en el novísimo medio de transporte que en condiciones normales tendería a llamarse teleférico, pero que en el argot capitalino recibe el nombre de Cablebús.

Ignoro la razón, pero queda claro que estos chamacos tienen una fijación con la palabreja, pues además está el Mexibús, el Metrobús y el Trolebús, y ya estoy temiendo que en una de esas acaben por llamar “Busbús” a los armatostes nada pestilentes conducidos por los cafres que surcan la metrópoli.

El mentado Cablebús es una gratísima experiencia cuya limpieza, orden y estructurada operación trae consigo la algarabía del respetable, al tiempo de brindar postales estupendas y que, a lo largo de seis estaciones, otorga un salvoconducto para respirar, si no un aire menos tóxico, por lo menos más fresco.

De ahí en fuera el rigor del transporte restante implicó la consabida e inevitable proximidad masificada, dar el golpe a los influjos asfixiantes del metro, admirar las estaciones plenas de hollín y comprobar que la raza tristemente ha sabido acostumbrarse a semejante cuadro.

Lo mejor que ocurre cuando uno se atreve a salir de la zona de confort local, además de darle gusto al gusto con la papeada (le hincamos el diente a unos tacuchis de canasta con mexicana alegría, por poner un ejemplo), es arriesgarse al encuentro de otredades sabiendo que al ir y regresar los escenarios ya no son lo mismo.

El del terruño abandonado temporalmente y el de la geografía a la cual se llegó. Eso y la experiencia de andar la vida, por mucho que al final del periplo duela hasta el apellido materno de tanto ver, probar, oler y, sobre todo, caminar.


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